sábado, mayo 27, 2006


He tenido la suerte en conocer a gente maravillosa, esa gente que llega a nuestra vida y con su vara mágica nos transporta a otro mundo, a sus mundos. Gente que con su risa, con sus lágrimas, llenan nuestra vida de otras vidas, las cuales nos serían imposibles vivir. Nos muestran otros cielos, otras realidades, otras formas de pensar, de sentir, de ser. Nos traen otros condimentos, otros olores…, y nos hacen mejores.

Hoy, y sin saber por qué, me dio por escribir sobre uno de ellos.

La conocí y ni siquiera me acuerdo cuándo, ni dónde, más bien pienso que siempre ella estaba allí, arrastrando las erres, con sus manos de alfarera, con su porte a lo Lousie Brooks en el “Büchse der Pandora” y el desparpajo al colocarse un bikini a sus bien entrados los 60 años. De su letra que dejaba surcos en el papel como para sembrar abedules. El después sentarnos horas, en animado monólogo -él de ella-, mientras los hielos de su “roncito con cocacola” hacían tonos sepias musicales. Allí frente a mí una adolescente, una pavita, que rallaba sus 70 y yo, un anciano de sólo 30 años.

Presenciar y verla -con horror- hacer una cena de cuatro platos usando sólo una olla, dejando media urbanización en perfecto desastre -cocinas incluidas-, para luego presentarnos, artísticamente, unos lomos de cerdo con las “pepas” de parchita a modo de moscas. Responder entre filosófica y divertida: “Chico, si no las ves, cómo puedes saber que es una salsa de parchita”, como si tal cosa. Pero sus platos eran magníficos, más de una vez me vio meter los dedos, en la olla, buscando los restos de una salsa.

Verla llegar con sus baúles, bolsos, maletas, bolsas, más maletas huyendo del frío mortal de New York para perderse en los llanos Venezolanos. Huir, por seis meses, a su rancho y a su sinfonía nocturna de cascabeles. Cascabeles, mapanares y cualquier bicho era siempre para ella un invitado. Allí no tuve ninguna duda, era una bruja sacada del peor cuento de Jacob Ludwig Karl y Wilhelm Karl. Luego, lo necesitaba, volvía a su mundo de largas avenidas. Una vez nos encontramos en New York y comí las cerezas más exquisitas de mi vida, claro ella quería ser la guía de las guías. No tuvimos tiempo, nos lo debemos.

Reírnos de sus travesuras, al recordar como una albóndiga puede desarrollar todo un problema diplomático. Verla rodar por un impoluto mantel de lino egipcio, en la casa paterna. Pues, su hermanito trató de lanzárselo, a su vestidito celestial todo encajes, y terminó en el regazo de su tía toda poderosa. La Baronesa.

Oír de su vida, su experiencia, a sus veinte años, en un hospital en la línea Sigfrido. El encontrar el piano de la familia, la joya de la abuela, completamente destruido, en el descuidado jardín, pues, no había leña, no había nada y el frío era infernal. Tener, luego de la guerra, a su propio harén masculino en una fortaleza: “Chico, los pobres necesitaban cariño, después de tanto horror”, ella era la única mujer entre tanta testosterona. Estaban escondidos de los temibles rusos.

Caminar, en pleno invierno, desde algún punto de Checoslovaquia, de la antigua Sajonia, huyendo de los rusos. Veredas, piedras, bosques, montañas de silencio y mucho frío. De vez en cuando, una casucha en el camino, y sus gentes le preguntaban, curiosas: “Y de dónde vienen?”, “De la Guerra” decía ella. “De qué guerra?” le respondían, viéndoles continuar con los zapatos rotos y sin sentir olor ni dolor.

Y seguir por el camino, sin mapa ni referencias, hasta la casa su tía, La Baronesa, en Frankfurt. Encontrar un destartalado ático, ruinas de lo que fue un hermoso palacete de cuento y su anciana tía esperándola, coquetísima, allá arriba, al final de la guardilla, con delicioso té en su juego de plata brillantísimo, un mantelito de encajes holandés y un duro bocado de carne de caballo. Y no llorar. No llorar, sólo sonreí con lo poco y nada que quedaba de su pasado, de su vida, de sus vidas.

Conocer su peripecia de casada con un médico gringo. Su trabajo como enfermera en ese país enemigo, que le ofrecía otro cielo y posible horizonte. La perdida del hijo que nunca llegó. Dejar, tiempo después, con un enorme lazo, a su esposo como regalo a su mejor amiga. Las tertulias por la quinta avenida de aquel entonces. Las veladas en el Metropolitan. Las confidencias de sus amigos rusos, franceses, judíos y polacos que, aún arruinados, pretendían mantener su añejos oropeles en una ciudad que los mostraba en las vitrinas de Times Square. Su pequeño romance antes que llegara Margarita Cansino, disfrazada de "Gilda", y le arrebatara su sueño de mil y una noches.

Su llegada a Venezuela para terminar siendo la cuidadora de los hermanos Cisneros, antes de llegar a su minúsculo ranchito de los llanos, un agobio de tablas en la sabana y un sol de justicia.

El cómo pasó media semana, por el barrio chino, buscando ajíes venezolanos, para hacer un sancocho. Luego, el problema con los bomberos por el humo desatado en uno de los edificios que demarcan Central Park. “Chico, yo escuchaba un pitico, pero pensé que era la olla, un sancocho lleva su tiempo. La vida de los ricos y su temor a perderlo todo, llena sus vidas de tantas alarmas. Una no puede cocinar como una quiere. Una sopa sin humo, no es una sopa”.

Era adorarla y al mismo tiempo pensar en tirarla por el balcón, cinco minutos después.

Su genial regalo a unos amigos, enormemente "riquísimos", en su aniversario de bodas. Un yo-yo sin hilo, para luego decirles orgullosísima: “Les puedo asegurar que esto no lo tienen, además, qué se le puede regalar a los que tienen todo?”

Ella, la que cantaba…

“Vor der Kaserne
Vor dem großen Tor
Stand eine Laterne
Und steht sie noch davor
So woll'n wir uns da wieder seh'n
Bei der Laterne wollen wir steh'n
Wie einst Lili Marleen....”

…con una mirada que congelaba el tiempo, las palabras, los grillos y hasta a la mismísima Marlene Dietrich de pena y dolor. Oírla cantar, casi recitar y decir un último Lili Marleen, largo, espeso, eterno, para luego tomar su copa y colocarse, lo mejor posible, una sonrisa. En ese momento sus ojos se iban a algún lugar de su Turingia, Sajonia, Baviera o Baden-Wurtemberg. Era uno de sus secretos impugnables.

Era verla transformada en turista gringa, cachucha y camisa de flores, caminando por Orlando. Parando un avión, gritando como loca por los pasillos de un aeropuerto, pues sus maletas no estaban en él. Oírla hablar de Billie Holiday y del cómo lloraba, oculta en su baño en Murray Hill, pues no la dejaron entrar al Mogambo. Las tragedias de Balanchine por estar enamorado de aquel bailarín, el ego inmenso de Alicia Alonso, el terrible olor del tabaco de Betancourt, las borracheras de Grace de Mónaco, las lágrimas de María Callas, sus discusiones -con cachetada incluida- con Churchill.

Sus descubrimientos arqueológicos, autenticas lámparas Tifany, camafeos de Lalique, partituras de Liszt, en los mercados de pulgas de New York. El celebrar uno de sus cumpleaños subiendo, a pie, el Autana. Preparar una cena íntima, como anfitriona, a los poderosos en propia su casa. Ver como Marcelino, su peón en el rancho y su mejor amigo, se comía una arepa con caviar beluga comentando: “…esa vaina si es mala…, no sé como le gusta esa guarandinga” y ella muriéndose de la risa.

Tanta perfección también tenía sus bemoles, bueno, sus doble bemoles. Oírla gritar en sí bemol, sobre agudo, era de pavor. Su “Die Walküre” hacía que nos ocultáramos detrás de nuestras sombras. Como heredera de Florence Nightingale era temible, te llenaba de brebajes intomables -naranjas amargas con berro, era su preferido- y era conocedora de todas las recetas medievales, como nadie.

Una vez la vi borrachísima, murmurando en alemán, con su "roncito con cocacola" en la mano, haciendo garabatos sobre los ladrillos de la sala. Para luego terminar, hablándole a la luna en alemán, recostada en una hamaca. Lamenté, como nunca, no saber alemán en ese mágico instante.

Escuchar algunos cuentos, de sus victimas, es una delicia. Del cómo enseñó a todo un pueblo a fabricar flores de papel y pelearse con el alcalde. Del cómo les pintó, para siempre, sonrisas a niños tristes y se negó en redondo invitar a la “primera dama de aquel pueblo” a la inauguración de una casa -la de la primera dama de aquel pueblo-.

Ella, de la que aún siento su voz dictándome datos, para que yo los transcriba, y no me pierda. Ella que domaba a las bestias. Ella que me regaló un humilde collar de una sola piedra, construido por ella misma, por sus manos, y que aún conservo, celosamente, como uno de mis más hermosos tesoros. Ella que coleccionaba velas “Cuando estés solo, con mucho frío, pero mucho frío y no tengas nada ni nadie a tu lado. Verás lo importante que es tener una triste vela como compañía”. Ella que guardaba tantas cosas, pero tantas cosas, y que se perdieron irremediablemente en un bochornoso incendio, producido accidentalmente por ella, en una pradera del Estado de New York. “Chico, lo perdí todo. Bueno…, total..., no me iban a caber en el ataúd. No soy Nefertiti”. Humildad teutóna y completamente practica.
“Chico, lo importante es lo que la vida me va a traer, lo que se fue, pues ya se fue”.

El terror que nos traía cada vez que llegaba, era apocalíptico. Ella coleccionaba amigos, amigos con letras grandes y sin querer creaba batallas campales, para que el vencedor pudiera alcanzar la gloria en tenerla como huésped. Ella, sin querer, creaba pasiones, altas o bajas, pero cualquier cantidad de pasiones variopintas.

Hace años que no sé nada de ella. Se me fue. Se me diluyó, de igual manera que llegó a mi vida. Se marchó. Se me fue debiéndome una larga charla. Yo la esperaba con una caja inmensa de cintas por grabar, fotos por ver, historias por descubrir. “Carajita, cómo me haces esa tremenda vaina!!!”. Sospeché que algún día se me iría, como un atardecer, como una nube riéndose de la vida y no hubo despedida. Eso es lo bueno, así tengo la esperanza y espero encontrarla, peleándose con el panadero, dentro de una hora o dos. La vida me lo debe. Quiero verla aunque sea sólo un instante. y escucharle su “Hola chico”. Y reírnos otra vez, como siempre. Pero saben una cosa, no tengo premura en buscarla, ella está dentro de mí.

He tenido la suerte en conocer a gente maravillosa, esa gente que llega a nuestra vida y con su vara mágica nos transporta a un mundo, a su mundo. Gente que con su risa, con sus lágrimas llenan nuestra vida de otras vidas, las cuales nos serían imposibles vivir, nos muestran otros cielos, otras realidades, otras formas de pensar, de sentir, de ser. Nos traen otros condimentos, otros olores…, y nos hacen mejores.


Cómo no puedo estar agradecido de la vida?


En ésta madrugada, levanto mi copa y brindo por ti Frau Bornemann, mi adorada Felicia Huber. Te mando un beso y una sonrisa dónde quieras que te encuentres, dónde quieras que estés…

Y no jodas tanto carajita!!!

sábado, mayo 20, 2006

Después de tener mi primer encontronazo con la gala autoridad, vestida de azul, en el aeropuerto, pude entrar.

Claro hay que entender a la autoridad, pasar medio día en esa pecera y con el calor de julio no debe ser muy agradable. Le mostré mi pasaporte, también, azul de la, se acuerdan, República de Venezuela y mi visa -en aquel tiempo los venezolanos necesitábamos visa-. Ella levantó la mirada, con un fastidio apocalíptico. Se tomó su tiempo en estudiar a un venezolano cuerpo presente. Flaco, con menos curvas que una estampilla vista de perfil, ojeroso, orejas dumbísticas, con leonina cabellera, con el rostro de un marcadísimo toque turco, cara de sueño y una estúpida sonrisa.

Qué más podría hacer la hija perdida de Edith Piaf –que si bien es cierto cantaba como la diosa, pero era lo más alejado de una Catherine Deneuve en “Belle de tour” -. Si no joderle el momento a esa cosa y de paso latino.

Soporte su cara, como de quién recién se ha tomado su primera dosis de “Vinaigre de cidre aux Pommes de Normandie” del día, y me arreglé mi mejor sonrisa de “me vas a dejar pasar hija de…” Ella se tomó todo su tiempo, lupita en mano, se dedicó a ver si la falsificación era perfecta o no. Página a página disfrutó su momento de gloria y yo pensaba:
“Liberté, Égalité, Fraternité ou la MORT ”

Media hora después, y luego hacerle un enorme chichón a mi pasaporte, en la página 13, entré.

De eso, hace algún tiempo. Fue un 16 de julio de 1993. La vida ha hecho de las suyas. Ya no estoy tan flaco, mantengo cuidadosamente mis ojeras, mis orejas van creciendo a su aire, cada vez más parezco salido de algún paraje de Anatolia, estreno día a día una Freud -Feliz cumpleaños Sigmund- maravillosa, es decir una amplísima frente que poco a poco me llega a mi occipital. No me queda otra alternativa, los genes son los genes.


Éramos 5 tontos, de los cuales 3 tenían su primera vez en la Ciudad de la Luz y entre ellos yo. Llegamos a un hotelito en la rue Monsigny, en el barrio de la Ópera cercano al Louvre. Un segundo más rápido, que la velocidad de la luz, yo estaba preparado en el lobby, luego dejar las maletas en la habitación, para salir a caminar por Paris.

Caminamos y llegamos a una plaza.

__Sabes dónde estas? Me preguntaron.

Miré a todos lados y pensé “Ese es el Hotel de Crillon, ese es el obelisco de Ramses II que Champollion trajo de Egipto, mide más de 20 metros y más de 200 toneladas…”

Dije: “Ésta es la Place de la Concorde…” sin demostrar ninguna emoción, como si me hubieran preguntado: “Cuántos dedos tiene una mano o cómo se llama el satélite de la tierra”, de forma casi automática, pero sí noté y miré la cara de sorpresa de mi personal guía turística.

“Este es des Champs-Élysée” volví a decir, tiempo después. Al llegar al Arc de Triomphe de l'Etoile me iba de un lado a otro como loco, mientras mi guía personalizada, siguiéndome, me preguntaba: “Qué buscas, qué buscas?” y yo sin hacerle caso, hasta que por fin descubrí que no me habían engañado y que era cierto. Allí estaba el nombre de Francisco de Miranda. “Quién es Miranda” y me fue imposible explicar, en un minuto, la vida de aquel ser, tan sólo dije escuetamente: “Un patriota venezolano con una impresionante história”.

El colmo fue al llegar a Trocadero. Apenas el vagón del metro abrió sus puertas, mi guía salió corriendo. Corriendo le pregunté qué pasaba, y me explicó, corriendo, que íbamos a perder la conexión. Era una vulgar mentira, era para evitar que yo notara en dónde estábamos, fuera de la estación y teniendo a un lado la estatua ecuestre del general Foch me preguntó. “Sabes dónde estás?” Tenía frente a mí largos y altos muros y ni idea. Yo viéndole a los ojos y caminando hacia atrás le dije: “Sígueme…, verás en la próxima esquina está la torre Eiffel” seguí caminando entre risas, me volteé y allí estaba. la Torre Eiffel. “Me van a matar”, pensé. “Pero, cómo sabes?” Preguntaron.

En cuanto llegue a sus pies me coloque justo debajo de ella, levanté la vista: “Y pensar que esto se hizo a punta de remaches”

Subimos y desde uno de los balcones me señalaron algo y yo respondí:
“Es una reproducción a escala de la estatua de la Libertad, está a un lado el Pont de Grenelle…”

Notaba que cada vez mi guía personalizada se mostraba molesta. Tiempo después lo entendí, había pasado todo un año preparándome la sorpresa de ir a Paris y allí estaba yo cual enciclopedia andante, indolente, dañándole completamente los planes.

Esa noche hablamos, me reclamó mi falta de emoción y le dije. Discúlpame pero para un latino, medianamente informado, su sueño era estar algún día en Paris, Madrid, Roma o Londres. Llevamos media vida estudiando sus autores, sus artistas, su cultura, su forma de vida y es casi natural conocerlas, sentirlas nuestras

En la noche, terriblemente cansados, luego de cenar y emborracharnos, volvimos al hotel. No hubo luna, más sin embargo y, después de bañarme, salí solo y en silencio a la terraza. Nuestra habitación quedaba en el ático del hotel, me senté, vi frente a mí, al otro lado de la calle, una señora, muy parecida a mi abuela “La Filósofa” me miró y brindó conmigo, para volver a su mundo color ámbar y allí, completamente desnudo, me fumé un cigarrillo, vestido de estrellas sobre la noche de Paris y hacía frío. "Tus ojos parecían dos lunas de un tapiz, tu noche fue mi noche, perdidos en Paris", José Luis Rodríguez ataca de nuevo, pues todo tenemos nuestro momento cursi, lloré como un tonto rodeado de tanta belleza.

El otro día fue al Louvre. Yo no quería entrar, me negaba. Mi amiga le extrañó mi decisión y retándome me dijo:

__No entiendo como alguien que le encanta tanto la cultura, las artes se niegue y no quiera entrar a verla de frente. Dame una razón valedera y te comprenderé.

__...Me siento como un niño con un hambre de siglos y de repente me dan un platito tipo café expresso y me sueltan en un banquete. Con todos los más impresionantes manjares y con la orden de tomar tan sólo un bocado de uno de ellos.

__...Estás leyendo “Las memorias de Adriano”…, allí, adentro debe haber alguna una estatua de Antinoo. Búscalo.

No tuve argumentos, entré solo, y lo busqué. Por mis ojos pasaron todos mis sueños, todas las historias, todos los libros, salas llenas de tantas cosas y muchos japoneses…

Antinoo no lo encontraba, por mí pasaron Dianas, Escribas Sentados, Barroco, Momias, Máscaras, Medioevo, Joyas, "Las Bodas de Canaa" que me volvió polvo, salas Denon, Sully, Richelieu..., casi corría por los pasillos como loco y me demostré, en un soliloquio, que lo que sabía existía, era una realidad entre las tripas de ese palacio.

Ya me retiraba, completamente cansado. La última estatua que vi, a mi salida, era el amado de Adriano, Antinoo, desde su pilastra, me sonría.


He ido varias veces a Paris y cada vez vuelvo a disfrutarla, hacerla parte de mi vida. Paris puede ser la ciudad más bella del mundo. Además, son muchas Paris y uno escoge la suya. Hay un Paris de los poetas, de los pintores, de los parques, de las conferencias, del teatro, del ballet, de la música, de los amantes, de los viejitos rodeados de palomas, de los artistas callejeros, de la comida, de los cafés, de sus pequeños rincones, de los niños, de sus tiendas, de lo chic, de sus callejuelas, la monumental, la antigua, la moderna, la romántica… Ese es su gran encanto. Algunos días tienes la oportunidad de vivir la Paris de los ricos, otros de los pobres, otros tienes que pasar por los bazares de olores, el horror del metro y decir, sencillamente, PARIS!!!

Hace una semana llevamos a unos amigos a Paris, era su primera vez. Fue inevitable recordar mi primer viaje y lo tonto que fui reprimiendo al niño que tenía dentro. Nunca más lo he vuelta hacer y la vida me ha cambiado. Por cierto, Quack siempre se nos mete en la maleta, es inevitable y viajar si él es sencillamente no viajar.


Todo lo mejor para Ustedes.

lunes, mayo 15, 2006

Corría los últimos años de la década de los 70, vivíamos ese terrible tormento hormonal mezclado con notas de las canciones de Donna Summers, Abba, Karen Carpenters y un abultado etcétera. Pasábamos parte de nuestros días encerrados tras los muros de un colegio, una burbuja de cemento, cristal y árboles tropicales -iglesia incluida- que nos protegía y/o mostraba el mundo según su propio criterio.

Allí le conocí.

Su nombre Drago Sutalo, el primer polaco que conocí en vivo y directo.

Con Polonia me ha sucedido algo extraño. Mi primer encuentro con algo que me sonaba a exótico era polaco.

Me explico.

La Polaca era una cantante que se presentaba, en la TV a blanco y negro, por aquella época. Mi familia hacia apuestas esperando caer la flor que estaba siempre enredada entre sus cabellos y que, por raro sortilegio, nunca caía. Ella era una especie de La Lupe española -con perdón de La Lupe, donde quieras que te encuentres- que eróticamente, cual gata en celos, cantaba (?)
“me va, me va, me va…”


Luego, mis gustos cambiaron, llegaron con el sonido de un piano, eran las notas de un tal Fryderyk Franciszek Chopin y sus “Polonesas”.


La polonesa es una danza originaria de Polonia, de dónde más, que cantada o bailada, todavía tiene uso en ese país en ceremonias públicas y algunas festividades. En 1573, con la ascensión al trono polaco de Enrique III de Valois, la polonesa pasó a ser una danza cortesana sin contenido folklórico. Se convirtió en una danza lenta, bailada por la nobleza ante el rey de forma grave y majestuosa. Cuando llegó a las manos de Chopin, La Polonesa, era sólo un ritmo. Su esquema rítmico era de seis corcheas en tres tiempos, con la variante de las dos semicorcheas para la segunda parte del primer tiempo. Sin embargo, la melodía y la armonía eran absolutamente tradicionales, sin contenido folklórico alguno.


Particularmente suelo escuchar a Chopin en días de lluvia, sus “Nocturnes” interpretados por una majestuosa Maria Joâo Pires registrados por la Deutsche Grammophon en 1996 son sencillamente exquisitos. Ella realmente tiene lo de “Il faut chanter avec les doigts!”, requisito indiscutible para interpretarlos con un extraordinario lirismo.

Lo anterior fue la nota culturosa de este post, volvamos a lo pueril.


Las salchichas más sabrosas eran aquellas llamadas Polacas y la mamá de Drago las vendía en el mercado periférico de mi ciudad y la llamaban, socarronamente, “La Polaca” o comprarlas en la “Colonia Tovar”, población sólo posible en un absurdo país que ya no existe, a unos kilómetros de mi ciudad.


“La Polaca”, “Las Polonesas”…, de allí nació uno de mis primeros problemas intelectuales, metodológicos, filológicos. Los habitantes de Polonia son poloneses o polonios, o debería existir algún país llamado Polakia para tener Polacos? El tiempo, que es sabio, me sacó de todos esos absurdos.


Para complicar las cosas, el 16 de octubre de 1978, es elegido Papa Karol Wojtila, y su historia sería llover sobre mojado, me encantas las frases prêt a porte, para luego aparecer en el panorama un tal Lech Walesa que me amargó todo un semestre universitario y su sindicato en la ciudad de Gdansk (No olvidar el nombre de ésta Ciudad)


Ahora, a qué viene todo esto.


Pues hace una semana pisé por primera vez Varsovia, Warsaw, y ella nos recibió, a mi "Ave Migratoria" y a mí, con un sol cual pelota roja suspendida en el aire. Recordé a Drago Sutalo y mis más de 25 años sin saber nada de su vida. Me fue inevitable recordar todo lo que Polonia es para mí y un poco más.


Nicolás Copérnico y una María Sklodowska, Roman Polanski y Andrzej Wajda. Reírme recordando el chiste entre Mi Adorada Emperatriz China, Mi Ave Migratoria y yo con la obra de Henryk Sienkiewicz, su “Quo Vadis”. Recordar los ojos cerrados de un Artur Rubinstein transportado a algún lugar mientras bailaba entre las teclas de su piano de cola.


Recorrerla y reencontrarme con su historia, con su deshistoria, sus absurdos, sus realidades, sus calles largas hasta el infinito, la sonrisa de sus habitantes, su cielo, su horror nazi, su pasado soviético, sus tantas cosas…


Caminando por sus calles, y créanme la caminamos, vimos una señal de trafico, en ella se indicaba los kilómetros hacia Gdansk.


__Gdansk!

Dijo mi “Ave Migratoria” de una forma extraña. No pregunté, seguimos caminando y detuvo su paso. Volvió a ver la señal y volvió a pronunciar “Gdansk”



__Sabes, la historia.
__Sí mi amor, sabes que la sé.


Esa historia se las debo.


Todo ello es Varsovia, Warsaw y mucho más.


Luego nos fuímos a Vilnius, la capital de Lithuania, a su mundo de ámbar, a su mundo cultural, su cielo y su gente.



Recuerden que a mi “Ave Migratoria” le gusta coleccionar boletos de líneas aéreas y yo su victima acompañante. A su lado he descubierto parajes insospechados, olores únicos, atardeceres sacados de la paleta de Monet y unos cuantos kilos que adornan mi cintura -rolletes de placer-. El amor tiene muchas facetas y éstas son unas de ellas. No me quejo, lo sufro y sencillamente lo acepto, no me queda otra.


Regresamos y volvimos a salir de fin de semana, ayer regresamos de Paris. La volvimos a caminar y les juro que no es metáfora. Nuestros amigos -Laura y Enrique- la han sufrido, y disfrutado con nosotros. Esa es otra historia.


Todo lo mejor para Ustedes.