domingo, agosto 16, 2020

Día y noche.

Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos. Dicen que dijo, en algún momento Jorge Luis Borges y, de repente, me quedo en dique seco. Miro a mi alrededor y las palabras huyen, se esconden. Las fulanas musas se van mientras noto que uno de los cuadros de la pared está torcido. La ciudad se queda en silencio, un carro bosteza largo por una calle cercana.

 

Releo lo escrito, decoro con comas, corto oraciones, coloco puntos, cambio palabras, juego con verbos y un largo bostezo hace el marco ideal para estirar mi cuerpo, me rasco la nariz, miro por la ventana, vestida de persiana, y entreveo que, por un instante, al final alguien se asoma por una ventana del edificio del frente.

 

Divago, mando mensajes por WhatsApp a dos cumpleañeros.

 

Releo los dos párrafos que escribí anoche, antes de dormir.

 

“Mientras más vivo, más me impresiona ver como la vida se empeña a jugar a los dados con todos nosotros y, para variar, constatar, una vez más, que ella siempre gana. Somos producto del azar, unas humildes fichas en un mundo lleno de probabilidades, de futuribles, que se abre ante nosotros cual abanico sevillano. Es preguntarse, cada mañana, qué ocurriría si me visto con otra camisa, con otro pantalón. Si me da por bajar por las escaleras, cruzar por otra esquina, comer en otro sitio. Esos sencillos acontecimientos motorizan otras realidades que si hubiéramos realizado seguramente nuestras vidas serían completamente distintas.”

 

Muy pomposo y hasta pedante.

 

“Suelo comentar, y mis amigos lo saben, que tengo una agobiante memoria. Recuerdo cosas, acontecimientos, momentos, historias, situaciones que quizás sería bueno olvidar. Un perfume, un color, un sonido abren ante mí el baúl de lo vivido, comienza la película mental y por ello no me pueden mentir. Hasta he reconstruido, como quien restaura un gran mosaico de la antigua Roma, la memoria de mis familia, de mis afectos.”

 

Hasta cuándo mi formula facilona de apelar a mi memoria.

 

Me levanto y me tomo una ducha, a ver si remojando el cerebro fluye algo.

 

Ya ha pasado dos días desde que inicié este escrito, ya las ideas son otras, muchas se olvidaron entre la rutina y lo cotidiano. Sólo una idea se mantiene “Día y noche”.

 

 “Día y noche”

 

Sabíamos que, desde el principio, éramos completamente diferentes, absolutamente opuestos y, como tal, complementarios. A veces la gente me pregunta si aún amo a mi pareja y mi respuesta, sin necesidad de pensarlo, es un rotundo no pues no podría definir lo que siento. Tan sólo sé que es mi aire, mi forma de vida, un algo más que mi todo. Siento que he evolucionado, aprendido, mejorado. Me siento mejor persona. Sé que si le da por hacer un Ikebana terminaría siendo un soberbio “Y qué, pana” absoluto, que profesa la religión “judío-musulmán” en eso del comer cerdo -la charcutería italiana es otra cosa-, que fabrica unos espectaculares “Huevos a la Kandinsky”, para el desayuno, dejándome la cocina el vestigio de 50 bombas atómicas. Me deja estrenar kilos de carcajadas compartidas, todos los días, sé que sabe de todos mis defectos y los guarda en absoluto helvético silencio.

 

Una vez tuvimos un desencuentro, un “punto y aparte”, decidí cortar ésta relación, se me rompieron los posibles, sentí que ésta nave no tenía puerto, que todo trabajo para mantenerla era en vano. Estábamos de vacaciones y me fui con mi berrinche a la habitación, para ver si me calmaba e intentando calmarme encendí la televisión y allí Pixar me dio un golpe al alma. Un corto llamado “Day and night” me volvió polvo.

 

Hoy, 16 de agosto, hace 30 años, decidí apostar por un par de ojos azules. Hace 30 años la canción que Liza Minneli cantó en Cabaret, ese film de 1972, se hizo mi himno, mi realidad. Aposté todo a un sólo número y aún sabiendo que podía perder todo, supe que existía una posibilidad, una remota esperanza y “Maybe this time I'll win” podía ser posible. Es saber que es una maravilla saber que llevamos juntos más de la mitad de nuestras vidas y es volvernos agua cada vez que, Ivette Cepeda, nos regala un “Te perdono” mirándonos a nuestros ojos.

 

Hoy quiero compartirlo con todos ustedes pues el gozo se hace enorme cuando se comparte.

 

PS: La Diana Ross está cantando, mejor que nunca, el  “Ain't No Mountain High Enough.”