miércoles, abril 04, 2018

In Memoriam a mi padrino y el padrino de todos mis hermanos.

El llegó y fue el primero en muchas cosas. 

Fue el primero que intentó explicarme quién era La Lupe y de esa cosa que tenía ella del ir por la vida tirando zapatos mientras cantaba. Era verle y no comprender su absoluto delirio por Celia Cruz, por ese ritmo trepidante llamado Salsa. Por su amor a su Caracas, ante todas las cosas. Así lo recuerdo. Con sus sonrisas y su particular baile en 2/4 escuchando a un novedoso Oscar D'Leon, en su dimensión latina, a todo volumen. 

No sé cuando llegó a nuestras vidas, sólo recuerdo un ramo inmenso de aves de paraíso y un disco de Chucho Avellanet, mil violines y miles de carcajadas bellas que inundó media cuadra. 


Me regaló aquella primera fiesta, en grande, de mi vida o por lo menos es la primera que recuerdo. Por algún sitio está aquella foto, en blanco y negro, donde estábamos todos, con caras de susto, y en el centro él, con mi madrina, y ella, con una inmensa columna de laca tan grande como su sonrisa.


Le recuerdo con su yoka de fresa, con su insufrible día de compras en los largos pasillos de CADA y su don de gente junto con su rol de perdona vidas. Cómo olvidar, por ejemplo, su inmensa coquetería mientras anudaba su corbata o cuando perfumaba hasta su sombra. Sus momentos de cólera y su mirada de trueno.


Él era un raro dios que ponía y quitaba medallas. A él venía la gente a preguntar cualquier tipo de preguntas. Él meditaba, dictaba sentencias y las cabezas temblaban. La gente a su alrededor sufría una inusual metamorfosis para convertirse en aquel perrito, que vi una vez en uno de sus múltiples carros, que siempre decía un lelo “sí” como respuesta. 


El amo y señor del club de la CABEL, él y sus regalos decembrinos, él y sus normas y su extraño concepto de “No hagas lo que yo hago, pues si tú lo haces es pecado”


Recuerdo viajes largos por largas carreteras y “Amémonos” de Mirna Ríos saliendo rauda por las cornetas de su Mercedes Bens. Noches largas de fiestas y más fiestas. Sergio Mendes con su Viramundo, que me hacía saltar de la cama a bailar mientras se estrenaba un nuevo año, mi primer encuentro con los Bee Gees gritandoHow Can You Mend a Broken Heart. Descubrir Barry White y escuchar, hasta no poder más, el disco de "Ice Castle".


Por él me sentí diseñador gráfico en aquellas portadas de la revista Procesa, por él Caracas se me hizo sueño mientras veía la mirada de Amelia Roman, su prima.


Y pasaron los años. Su fama creció y hasta se hizo internacional en el raro territorio de su vida. Al él le debo mi primer viaje en avión a Maracaibo disfrazado de principito en azul. 


Su influencia en mi vida, y en muchas vidas, marcó tendencias. “El Catire York” de los raros chistes y chismes de las esquinas de aquella casa de mis abuelos maternos. Todo es tan extraño como es de extraño lo que escribo y dejo de escribir recordándolo.


Confieso que me negué verle, en mi último viaje a mi agobio patrio. Yo ya esperaba su despedida y quería recordarlo como lo recuerdo hoy pero, como es la vida, lo escuché antes de montarme en el avión. Su voz ya era el recuerdo de un recuerdo. Un leve rumor de aquel trueno que movía montañas.

Y se fue, se hizo eterno y dejo mil mundos por arreglar. No soy quien para juzgar ni poner medidas por pagar. Nunca entendí sus inmensos bemoles, como tampoco su enorme generosidad. Todo un dilema con sus poliédrica personalidad de multitud de caras, todas distintas, todas complejas y todas verdaderas. De su música, toda. De sus sonrisas, siempre.


Bendición padrino y ya sabes nos debemos otras sonrisas, otras fiestas, otros horizontes, otros finales.


Hasta pronto Carlos, gracias por todo y nada, por nada y todo, fue un placer conocerte. Siempre que te recuerde lo voy hacer con una de mis mejores sonrisas, como debe recordarse los verdaderos afectos.