He tenido la suerte en conocer a gente maravillosa, esa gente que llega a nuestra vida y con su vara mágica nos transporta a otro mundo, a sus mundos. Gente que con su risa, con sus lágrimas, llenan nuestra vida de otras vidas, las cuales nos serían imposibles vivir. Nos muestran otros cielos, otras realidades, otras formas de pensar, de sentir, de ser. Nos traen otros condimentos, otros olores…, y nos hacen mejores.
Hoy, y sin saber por qué, me dio por escribir sobre uno de ellos.
La conocí y ni siquiera me acuerdo cuándo, ni dónde, más bien pienso que siempre ella estaba allí, arrastrando las erres, con sus manos de alfarera, con su porte a lo Lousie Brooks en el “Büchse der Pandora” y el desparpajo al colocarse un bikini a sus bien entrados los 60 años. De su letra que dejaba surcos en el papel como para sembrar abedules. El después sentarnos horas, en animado monólogo -él de ella-, mientras los hielos de su “roncito con cocacola” hacían tonos sepias musicales. Allí frente a mí una adolescente, una pavita, que rallaba sus 70 y yo, un anciano de sólo 30 años.

Presenciar y verla -con horror- hacer una cena de cuatro platos usando sólo una olla, dejando media urbanización en perfecto desastre -cocinas incluidas-, para luego presentarnos, artísticamente, unos lomos de cerdo con las “pepas” de parchita a modo de moscas. Responder entre filosófica y divertida: “Chico, si no las ves, cómo puedes saber que es una salsa de parchita”, como si tal cosa. Pero sus platos eran magníficos, más de una vez me vio meter los dedos, en la olla, buscando los restos de una salsa.
Verla llegar con sus baúles, bolsos, maletas, bolsas, más maletas huyendo del frío mortal de New York para perderse en los llanos Venezolanos. Huir, por seis meses, a su rancho y a su sinfonía nocturna de cascabeles. Cascabeles, mapanares y cualquier bicho era siempre para ella un invitado. Allí no tuve ninguna duda, era una bruja sacada del peor cuento de Jacob Ludwig Karl y Wilhelm Karl. Luego, lo necesitaba, volvía a su mundo de largas avenidas. Una vez nos encontramos en New York y comí las cerezas más exquisitas de mi vida, claro ella quería ser la guía de las guías. No tuvimos tiempo, nos lo debemos.
Reírnos de sus travesuras, al recordar como una albóndiga puede desarrollar todo un problema diplomático. Verla rodar por un impoluto mantel de lino egipcio, en la casa paterna. Pues, su hermanito trató de lanzárselo, a su vestidito celestial todo encajes, y terminó en el regazo de su tía toda poderosa. La Baronesa.
Oír de su vida, su experiencia, a sus veinte años, en un hospital en la línea Sigfrido. El encontrar el piano de la familia, la joya de la abuela, completamente destruido, en el descuidado jardín, pues, no había leña, no había nada y el frío era infernal. Tener, luego de la guerra, a su propio harén masculino en una fortaleza: “Chico, los pobres necesitaban cariño, después de tanto horror”, ella era la única mujer entre tanta testosterona. Estaban escondidos de los temibles rusos.
Caminar, en pleno invierno, desde algún punto de Checoslovaquia, de la antigua Sajonia, huyendo de los rusos. Veredas, piedras, bosques, montañas de silencio y mucho frío. De vez en cuando, una casucha en el camino, y sus gentes le preguntaban, curiosas: “Y de dónde vienen?”, “De la Guerra” decía ella. “De qué guerra?” le respondían, viéndoles continuar con los zapatos rotos y sin sentir olor ni dolor.
Y seguir por el camino, sin mapa ni referencias, hasta la casa su tía, La Baronesa, en Frankfurt. Encontrar un destartalado ático, ruinas de lo que fue un hermoso palacete de cuento y su anciana tía esperándola, coquetísima, allá arriba, al final de la guardilla, con delicioso té en su juego de plata brillantísimo, un mantelito de encajes holandés y un duro bocado de carne de caballo. Y no llorar. No llorar, sólo sonreí con lo poco y nada que quedaba de su pasado, de su vida, de sus vidas.
Conocer su peripecia de casada con un médico gringo. Su trabajo como enfermera en ese país enemigo, que le ofrecía otro cielo y posible horizonte. La perdida del hijo que nunca llegó. Dejar, tiempo después, con un enorme lazo, a su esposo como regalo a su mejor amiga. Las tertulias por la quinta avenida de aquel entonces. Las veladas en el Metropolitan. Las confidencias de sus amigos rusos, franceses, judíos y polacos que, aún arruinados, pretendían mantener su añejos oropeles en una ciudad que los mostraba en las vitrinas de Times Square. Su pequeño romance antes que llegara Margarita Cansino, disfrazada de "Gilda", y le arrebatara su sueño de mil y una noches.
Su llegada a Venezuela para terminar siendo la cuidadora de los hermanos Cisneros, antes de llegar a su minúsculo ranchito de los llanos, un agobio de tablas en la sabana y un sol de justicia.
El cómo pasó media semana, por el barrio chino, buscando ajíes venezolanos, para hacer un sancocho. Luego, el problema con los bomberos por el humo desatado en uno de los edificios que demarcan Central Park. “Chico, yo escuchaba un pitico, pero pensé que era la olla, un sancocho lleva su tiempo. La vida de los ricos y su temor a perderlo todo, llena sus vidas de tantas alarmas. Una no puede cocinar como una quiere. Una sopa sin humo, no es una sopa”.
Era adorarla y al mismo tiempo pensar en tirarla por el balcón, cinco minutos después.
Su genial regalo a unos amigos, enormemente "riquísimos", en su aniversario de bodas. Un yo-yo sin hilo, para luego decirles orgullosísima: “Les puedo asegurar que esto no lo tienen, además, qué se le puede regalar a los que tienen todo?”
Ella, la que cantaba…
“Vor der Kaserne
Vor dem großen Tor
Stand eine Laterne
Und steht sie noch davor
So woll'n wir uns da wieder seh'n
Bei der Laterne wollen wir steh'n
Wie einst Lili Marleen....”
…con una mirada que congelaba el tiempo, las palabras, los grillos y hasta a la mismísima Marlene Dietrich de pena y dolor. Oírla cantar, casi recitar y decir un último Lili Marleen, largo, espeso, eterno, para luego tomar su copa y colocarse, lo mejor posible, una sonrisa. En ese momento sus ojos se iban a algún lugar de su Turingia, Sajonia, Baviera o Baden-Wurtemberg. Era uno de sus secretos impugnables.
Era verla transformada en turista gringa, cachucha y camisa de flores, caminando por Orlando. Parando un avión, gritando como loca por los pasillos de un aeropuerto, pues sus maletas no estaban en él. Oírla hablar de Billie Holiday y del cómo lloraba, oculta en su baño en Murray Hill, pues no la dejaron entrar al Mogambo. Las tragedias de Balanchine por estar enamorado de aquel bailarín, el ego inmenso de Alicia Alonso, el terrible olor del tabaco de Betancourt, las borracheras de Grace de Mónaco, las lágrimas de María Callas, sus discusiones -con cachetada incluida- con Churchill.
Sus descubrimientos arqueológicos, autenticas lámparas Tifany, camafeos de Lalique, partituras de Liszt, en los mercados de pulgas de New York. El celebrar uno de sus cumpleaños subiendo, a pie, el Autana. Preparar una cena íntima, como anfitriona, a los poderosos en propia su casa. Ver como Marcelino, su peón en el rancho y su mejor amigo, se comía una arepa con caviar beluga comentando: “…esa vaina si es mala…, no sé como le gusta esa guarandinga” y ella muriéndose de la risa.
Tanta perfección también tenía sus bemoles, bueno, sus doble bemoles. Oírla gritar en sí bemol, sobre agudo, era de pavor. Su “Die Walküre” hacía que nos ocultáramos detrás de nuestras sombras. Como heredera de Florence Nightingale era temible, te llenaba de brebajes intomables -naranjas amargas con berro, era su preferido- y era conocedora de todas las recetas medievales, como nadie.
Una vez la vi borrachísima, murmurando en alemán, con su "roncito con cocacola" en la mano, haciendo garabatos sobre los ladrillos de la sala. Para luego terminar, hablándole a la luna en alemán, recostada en una hamaca. Lamenté, como nunca, no saber alemán en ese mágico instante.
Escuchar algunos cuentos, de sus victimas, es una delicia. Del cómo enseñó a todo un pueblo a fabricar flores de papel y pelearse con el alcalde. Del cómo les pintó, para siempre, sonrisas a niños tristes y se negó en redondo invitar a la “primera dama de aquel pueblo” a la inauguración de una casa -la de la primera dama de aquel pueblo-.
Ella, de la que aún siento su voz dictándome datos, para que yo los transcriba, y no me pierda. Ella que domaba a las bestias. Ella que me regaló un humilde collar de una sola piedra, construido por ella misma, por sus manos, y que aún conservo, celosamente, como uno de mis más hermosos tesoros. Ella que coleccionaba velas “Cuando estés solo, con mucho frío, pero mucho frío y no tengas nada ni nadie a tu lado. Verás lo importante que es tener una triste vela como compañía”. Ella que guardaba tantas cosas, pero tantas cosas, y que se perdieron irremediablemente en un bochornoso incendio, producido accidentalmente por ella, en una pradera del Estado de New York. “Chico, lo perdí todo. Bueno…, total..., no me iban a caber en el ataúd. No soy Nefertiti”. Humildad teutóna y completamente practica. “Chico, lo importante es lo que la vida me va a traer, lo que se fue, pues ya se fue”.
El terror que nos traía cada vez que llegaba, era apocalíptico. Ella coleccionaba amigos, amigos con letras grandes y sin querer creaba batallas campales, para que el vencedor pudiera alcanzar la gloria en tenerla como huésped. Ella, sin querer, creaba pasiones, altas o bajas, pero cualquier cantidad de pasiones variopintas.
Hace años que no sé nada de ella. Se me fue. Se me diluyó, de igual manera que llegó a mi vida. Se marchó. Se me fue debiéndome una larga charla. Yo la esperaba con una caja inmensa de cintas por grabar, fotos por ver, historias por descubrir. “Carajita, cómo me haces esa tremenda vaina!!!”. Sospeché que algún día se me iría, como un atardecer, como una nube riéndose de la vida y no hubo despedida. Eso es lo bueno, así tengo la esperanza y espero encontrarla, peleándose con el panadero, dentro de una hora o dos. La vida me lo debe. Quiero verla aunque sea sólo un instante. y escucharle su “Hola chico”. Y reírnos otra vez, como siempre. Pero saben una cosa, no tengo premura en buscarla, ella está dentro de mí.
He tenido la suerte en conocer a gente maravillosa, esa gente que llega a nuestra vida y con su vara mágica nos transporta a un mundo, a su mundo. Gente que con su risa, con sus lágrimas llenan nuestra vida de otras vidas, las cuales nos serían imposibles vivir, nos muestran otros cielos, otras realidades, otras formas de pensar, de sentir, de ser. Nos traen otros condimentos, otros olores…, y nos hacen mejores.
Cómo no puedo estar agradecido de la vida?
En ésta madrugada, levanto mi copa y brindo por ti Frau Bornemann, mi adorada Felicia Huber. Te mando un beso y una sonrisa dónde quieras que te encuentres, dónde quieras que estés…Y no jodas tanto carajita!!!