La vida, con sus razones, con sus versiones...
Quedarse embarazados es todo un galimatías. Es un pocotón de momentos azarosos que deben quedar en armonía para que surja el prodigio. Toda la evolución se la juega en un particular juego de cartas donde los protagonistas, un óvulo y un espermatozoide, puedan, al fin, crear un universo de futuribles y de una sola realidad. Tengamos en cuenta, además, un importante detalle: Ellos, los espermatozoides, son la célula humana más pequeña y el óvulo es, y mucho, la más grande.
Debe ser todo un espectáculo ver que una brutal cantidad de espermatozoides -siendo rácano pensemos en unos 400 millones en una mediocre eyaculación- todos ellos güertos locos en una enorme carrera, para llegar a encontrarse con esa enormidad llamada óvulo -uno- perdido en esa cosa llamada trompa de Falopio en las intimidades, más profundas, de una dama. Lo cierto que son unos cuantos miles los que pueden llegar a ver ese espectáculo, muchos, muchísimos se pierden por el camino y no hay tiempo que perder. Aun la meta, aunque cerca, no ha sido conquistada y el óvulo se ve rodeado de infructuosas cosas que intentan penetrarlo hasta que ocurre el portento cuando, por fin, uno logra entrar en él y la vida sonríe.
Después, de ese instante glorioso, cuando un espermatozoide logra entrar y conquistar el óvulo, todo entra en juego, todo es viable y son posibles todas las posibilidades. Nada es azar, aunque el azar sea la constante. El cigoto humano, producto de esa unión, totipotente él, comienza su viaje en ese torbellino alucinante de divisiones, transformaciones, un “tú pa’llá, tú pa’cá” interno y constante, sin tregua, un “ahora hacemos esto, culminamos lo otro, producimos aquello” infinito. Mientras tanto el cuerpo femenino, ya previamente prevenido, se encargará de alojar, toda esa locura organizativa y constructiva, por un tiempo, en algo llamado útero.
Y, a veces, criticamos las películas de ciencia ficción cuando, en realidad, provenimos de una muy particular, la mejor de todas ellas. Ya lo dijo Og Mandino, somos “El milagro más grande del mundo”, libro de su autoría escrito allá por 1975, y a veces leo esas cosas.
Ahora, aquí frente al teclado y la pantalla, me hago unas preguntas: ¿En qué momento llega la vida? ¿En qué instante el cigoto, ese pedacito de nada entre la nada, tiene alma? ¿Qué es el alma? ¿Quién recuerda su estado de blástula, mórula o gástrula, cuando éramos un montoncito de células algo prepotentes y tan vulnerable? ¿En cuál instante se podría determinar que ese cúmulo de células incipientes existe un algo llamado humano?
Tema peliagudo para tantas iglesias, credos e instituciones, tan lleno de problemas filosóficos, éticos y morales.
Hoy cumplo 60 años.
Gracias a María de las Nieves y a Diego Ramón, estoy aquí.
Lo cierto es que, entre aquellos millones de mi padre, iban la mitad de mí en aquel loco espermatozoide para encontrarse con aquel solitario óvulo de mi madre donde estaba, ya decidido, no sé por quién, y esperando, mi otra mitad. Soy producto de esa rara azarosa danza entre tanta adenina, citosina, guanina, timina.
Si mi madre era, o no, un reloj atómico, con su ciclo menstrual, supuestamente mi instante primigenio debió ser alrededor del 18 de julio de 1962, unos 280 días si me da por la estadística, días antes o días después. Eso jamás lo sabré, es solo un dato anecdótico, un alarde de prepotencia, fanfarronería. Tuve mi única oportunidad un instante, en el inmenso instante de la eternidad, para ser lo que soy.
Y luego dicen que la vida no juega a los dados, todo el tiempo, con nosotros. Y ella, ella siempre gana.
Soy único. El mundo, mi mundo, se inició, para mí, hace 60 años. Son cosas de mi presumido y petulante ego. Por algo Odalys Sánchez me llamaba Diegoego en aquellos mis días universitarios y, debo confesar, la cosa nunca mejoró. Lo de DI-ego tiene su cosa. Bueno para qué explicarme o justificarme ante ustedes que “me conocen tanto”.
Y ya que les nombro. Gracias.
Gracias, les doy las gracias a todos ustedes que han estado, conmigo, en estos 60 años. Todos ustedes han contribuido a construirme, a crearme, a hacerme, por descubrirme. Todos ustedes me han ayudado a ser lo que soy. Ustedes, cual pequeño o inmenso trocito de piedra multicolor, me han ayudado a construir el mosaico de ésta mi vida. Ustedes, todos ustedes, han sido una hebra, un hilo, un filamento, la trama, urdimbre, hilacha, red, malla, encaje, textura de este manto, este polimorfo tejido, que es mi vida.
Gracias por las letras, por los aromas, por los perfumes. Por la música, por la danza. Por destruirme, por construirme, gracias por robarme mis sueños, por darme otros. Gracias por soñar los sueños que aún yo no he soñado y hacer, lo imposible, para hacérmelos realidad. También por las pesadillas. Por los abrazos, por las despedidas, por los rencores, por las simas más terribles y solitarias, gracias por las cimas más inmensas, pletóricas.
“Me encanta ser como tú”, “me apasiona no ser como tú”. Me fascina reconocerme en ti, me espanta ser como tú. Les agradezco por todas las emociones ofrecidas o robadas, por hacer que ese potro loco corriendo por mis venas tenga sentido o no, Les agradezco por los adioses más duros y ásperos. Gracias por levantarme y al mismo tiempo encerrarme en la cueva más oscura de lo oscuro.
Gracias por la poesía, por escucharte cantar, por esos instantes fabricando estrellas bajo los techados, por el momento “Singin' in the Rain” y sentirme un fabuloso Gene Kelly bailando por media ciudad. Gracias por las noches sin sentido, los días con todos los sentidos, mis instantes de no, los sublimes sí, por aquellos síes, por aquellos noes que quedaron, por la eternidad, encerrados entre largos puntos suspensivos. Por el universo que se crea por el simple roce de una yema de aquellos dedos, por el frío que me quema, por el calor que me sublima…
Gracias por la incertidumbre, gracias por las certezas, por las guillotinas a los horizontes, gracias por entregarme las llaves de tantos caminos cerrados. Por las miradas y suspiros de los verdaderos amigos, aquellos que te dice: “Estoy aquí para escucharte, no para juzgarte”, aquellos con el copón divino de la sabiduría.
Por hacerme cómplice de tu vida, por el “poco a poco”, por “cómo lo haces tú”, por “contigo aprendí”, por “cuando yo te conocí” y enseñarme que la vida puede ser una gran película. Por mandarme al carajo mientras lavas los platos de la cena, por ofrecerme regalos inusuales, por descubrirme en tus lágrimas, por secar tus lágrimas, por secar mis lágrimas, por descubrirte en mis lágrimas. Por los silencios que dicen tanto, por los largos discursos sin decir nada.
Por los besos.
Por aquellos suspiros espasmódicos mientras uno quiere más y todos, todos, nuestros vellos se convierten en bosques de abedules, cipreses o palmeras en las más exóticas playas.
Mi gratitud eterna a todos aquellos que me acogieron en mis más duras y grandes pesadillas, a esos que me hicieron sentir el mejor héroe de la historia. Gracias por permitirme ver el raro sortilegio de aquella mirada que se salía de aquellos ojos, el rumor sudoroso y aquella carcajada. El leve temblor de piel, aquella primera vez para estrenar nuevos besos, nuevas caricias, nuevos por qués, dóndes y cómos…
Gracias por enseñarme a sufrir, a lamerme mis heridas y enseñar, con cierto pudor, todas mis cicatrices, mis arrugas, mis canas o mi propia desnudez. Gracias por las toallas blancas, por disfrutar de los mutis sin sentido. Por los amores siempre en presente, por los amores que ya son olvido. Por los rincones a descubrir, por los platos por disfrutar y licores que compartir.
Gracias por permitirme caminar por sus vidas, recorrer todo tipo de paisajes de la mano de ustedes, por dejarme aplaudir todos sus éxitos y estar allí para ayudarles a levantarse en sus caídas, pararnos y seguir como si tal cosa. Gracias por los nacimientos, cumpleaños, viajes, matrimonios, divorcios, empates, cachos, dramas, comedias, farsas, sainetes, óperas, musicales y zarzuelas.
Coño, gracias por todos esos cantantes y canciones que me hicieron el corazón jirones, por enseñarme a descubrir a Stephen Sondheim y otros tantos y tantas, por los poemas de Garcilaso, las lluvias de versos de cualquier cantidad de métricas y formas, metáforas, silencios, “tocatas y fugas”, por aquellas tocatas, por aquellas fugas mientras el alma caminaba sobre la cuerda floja del deseo.
Por los libros, por el rumor de Aquiles Nazoa mientras uno vivía mil vidas y se ocultaba para ver pasar aquel caballo bien bonito. Neruda escribió “Confieso que he vivido” y yo, debo reconocer, aun sigo viviendo para estrenar, con todos ustedes, mi carcajada más sincera, mi lágrima más pura. Por sus filias, por mis filias, por sus fobias, por mis fobias…
Aprendí a no llorar por los que deciden irse y volverse eternos. Los amores, los de verdad, están con nosotros en presente perfecto y sonreír es la mejor forma de recordarles, saberles que están allí, justo detrás del rayo ámbar de la estrella más bonita, mirándonos y muertos de la risa. Los que se hicieron eternos son perfectos, están más allá de los defectos, virtudes, errores. Sus máculas son eclipsadas por su presencia en nuestra vida. Ya no nos hurtan, ni nos estafan, tampoco nos mienten. Son perfectos, ya no necesitan nada más. Y hoy brindo también por ellos, por dejar su impronta en mi forma de ser, de sentir, de estar.
Y así el mundo, por todos ustedes, toma sentido en mi sin sentido modo de vivir. Y así el vivir se hace más claro o más oscuro. Sencillamente se hace. No sé qué, pero se hace.
Además, siempre “algo bonito” está y la cosas siempre se arreglan, siempre funcionan, siempre son. Por llenarme de flores, lluvias de pétalos, por hacerme sentir que vivo en constante fiesta cada vez que sé que estas, cada vez que sé que están.
Con todos ustedes, y en éstos largos 60 años, aprendí que no quiero ni necesito ser feliz. Prefiero intentar encontrar la paz, la armonía, la plenitud, la tranquilidad. Divertirme y disfrutar en el proceso es el camino por descubrir, el que deseo andar.
Damas, caballeros y los maravilloso afines -me llevo fabulosamente con los afines de cualquier de cosa- gracias.
¡¡¡Qué bonito es saberles!!!
PS: "¡Si nuestra amistad depende de cosas como el espacio y el tiempo, entonces, cuando por fin superemos el espacio y el tiempo, habremos destruido nuestra propia hermandad! Pero supera el espacio, y nos quedará sólo un aquí. Supera el tiempo, y nos quedará sólo un ahora. Y entre el aquí y el ahora, ¿no crees que volveremos a vernos un par de veces?" Richard Bach, Juan Salvador Gaviota.