Papel crepé, de color amarillo, y el tizne de un corcho.
Tenía
que diseñar, crear y fabricar un disfraz de pollito. Me dieron 24 horas para
hacerlo. Me fui a la librería de la señora Rocamora a comprar todo lo necesario
para la construcción de las alas. Cartón doble faz, un pote de pega Ega,
grapas, cinta plástica, cualquier cantidad de papel crepé amarillo pollito -¿cuál
otro?- y la asesoría necesaria pues ni idea de cómo hacer el fulano disfraz.
Afortunadamente lo mío era
realizar las alas y pegarlas al traje con la condición que fuera ligeras,
consistentes y cómodas, es decir que mi hermano ni las sintiera.
Manuel
Arturo debutaba en los escenarios de su niñez como pollito de la gran
producción de su prescolar y debía ser el pollito más pollito de todos los
pollitos.
Llegué
a casa con el perolero y con las directrices del señor Alfonso, esposo de la
señora Rocamora. Luego de la cena me puse en la labor. María, la chica que por
se entonces trabajaba en casa de mis padres fue nombrada, por mí, como mi asistente
y obrera. Cortamos kilométricas tiras de papel crepé, de unos 20 centímetros
para luego redondear unas de sus punta y al pegarlas, por capas, daría la
sensación visual de plumas. Asistir a piñatas tiene su parte positiva.
Cortamos
un cartón en forma de ala, como prueba. Bueno, casi tan grande como las alas
del Ángel San Gabriel, en plena anunciación mariana, con la dificultad que al
llenarla de engrudo y llenarla de “plumas” se convertía en una ala con forma de
paréntesis por el peso de las plumas. Nada, trabajo perdido y era la una de la
madrugada.
Luego
de sudar litros de sangre con sus 9 cucharadas de hiel terminamos. Amaneció y la
hora que debíamos levantar a la estrella, bañarlo y montarle el parapeto. Justo
en ese momento mi madre me preguntó: “¿Y la máscara?”. “¡Qué mascara!”, “pues, la
que debe llevar con el pico de pollito”. Bello momento.
En
cualquier caso allí estaba nuestro feliz pollito, rozagante, amarillo hasta el
alma y directo a ganarse todos los premios mundiales de interpretación, el
pollito más pollito de todos los pollitos.
Nos
fuimos al Club de unas de las industrias automovilísticas –sí, eso existía- en
la zona industrial de mi estado. Allí nos encontramos con cualquier cantidad de
caperucitas, mariposas, toros, carpinteros, albañiles, genios, hadas, pinochos
y muchos, pero muchos, padres ultra orgullosos. Llevamos a nuestro pollito al backstage
–toda estrella debe entrar por allí- y una maestra al ver a mi hermano dijo: “¡Qué
patico más bello!”. Terror de los terrores. Mi hermano le regaló una de sus
fotónicas miradas desde lo más profundo de sus pepas color tamarindo y le dijo,
con su voz de barítono abismal y con todas sus letras, “Pollito” y con la misma
actitud se echó en un rincón, con sus brazos, piernas cruzados y ni Hans
Christian Andersen pudo sacarlo de ese rincón. De nada valieron ruegos de
nuestra madre, súplicas, amenazas, sobornos, lloriqueo de maestras –la de mi
hermano indignadísima con su colega dejó escapar: “Coño chama, es un pollito,
no lo ves, un pollito”-, pero nada, nuestro pollito se quedó en su rincón,
convertido en estatua de granito con su traje de pollito, como si el mundo se
hubiera detenido.
Pues, el Show debe continuar y sin nuestro pollito.
Pero, al terminar el último aplauso y salir las
tortas, gelatinas y helados, nuestro pollito salió de su encierro voluntario y
dejó todo el club con un reguero de plumas amarillas de papel crepé. Jugó como
loco, se montó en cuanto columpio encontró, rió hasta quedarse afónico, se
emborrachó de tizana, dejó media ala en el parque infantil, su “mascareta” la
olvidó quién sabe dónde y sudao se quedó dormido, con el maquillaje corrido, en
el taxi rumbo a la casa y punto pelota.
El tango Matingua.
Un año después, y ya en primer grado, nos llegó la
noticia que mi hermano volvía a ser parte del número para el acto cultural de fin de curso. Esta vez sería
un negrito, pantalón tipo bermuda un poco más abajo de sus rodillas, franelita
a rayas, muy parecida a la que llevaba, por aquel entonces, Gualberto Ibarreto,
unas alpargatas, un sombrerito de cogollo. Nada complicado ni difícil de
conseguir.
Ahora el problema era cómo hacíamos
para cambiarle la piel a mi hermano. Él nació con un exquisito canela claro, un
melocotón lleno de vello y debía salir negrito, con la bemba colorá “pero muy fino, con mucha ciricutancia.”
Llegamos al colegio Peñalver, en su
sede de la calle Escalona en su unión con la calle Comercio de Valencia, y sus
compañeritos de faena estaba con el maquillaje corrido, todos llenos de betún
de zapatos -era otra época- y de seguro rifándose una severa intoxicación. Mi
hermano llegó como un carbón y orgulloso de su estampa. Lo coloreé
con corcho quemado, gracias Armanda, que daba un tono más natural, menos
tóxico, más efectivo y así se presentó.
Yo pensaba, en realidad todos lo pensábamos, que él
era parte de la comparsa, uno más para hacer relleno, un momento para llenar otra
página de nuestras vidas y listo. Pero no, nos sorprendió a todos en su papel
protagonista, todo el colegio se quedó en silencio embrujado por la energía que
salía de ese niño desde el escenario, allí estaba él disfrutando su actuación,
dobló perfecto, para sus 5 años. Bailó moviendo esas alpargatas como si en ello
se le fuera la vida, actuó como nadie, recorrió todo el escenario metido en su
papel, hizo suya todas las miradas. Aquel niño eclipsó a todos sus otros compañeritos
convirtiéndolos en simples marionetas movidas por la magia que irradiaba. Su
maestra “güerta loca” de contento, saltando como niña, a un lado del escenario
y estrenando sonrisota. El carajito lo bordó y nuestra madre llorando, a mares,
llena de emoción.
Los aplausos fueron de no creerse. Un recuerdo
imborrable.
Los recuerdos. Los recuerdos son esas cosas
maravillosas que nos ofrece la vida para regalarnos una sonrisa, para saber que
nuestra vida no ha sido en vano y que está llena de momentos gratos, lindos,
inolvidables.
Manuel Arturo, Arturo Manuel es uno de los vértices
de mi particular triángulo de vida, mi santísima trinidad que conforman mis tres
hermanos. Él es el más hermético de todos nosotros, fue llorón absoluto en su
infancia y se quedó sin lágrimas de por vida. Él es una piedra sólida, telúrico
total. Apto para regalarnos un discurso largo con simples frases o monosílabos,
un compendio de oficios -desde músico, amante de los perros, y a lo que se le
dé la gana-, misterio andante, capaz de hacer una pequeña siesta de 24 horas
como si tal cosa, adorador total del Toddy con mucho hielo, el depósito de
todos los secretos y los custodia como nadie, el tauro más tauro de todos los
tauros. Adorable cuando le da la gana. Él que destrozaba mis pantalones, el de
los más nobles sentimientos. El niño que sonríe tras la muralla de un hombre y
abre el cielo con esa sonrisa. El epítome absoluto del síndrome Greta Garbo:
“Frío y distante”. El volcán interno. El que nació un día martes, un 7 de mayo,
de hace unos años. El que me dio la segunda oportunidad de ser hermano. Él que
está. Feliz cumpleaños.
1 Comments:
Adorable pollo... jajaja
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