jueves, mayo 07, 2020

Papel crepé, de color amarillo, y el tizne de un corcho.



Tenía que diseñar, crear y fabricar un disfraz de pollito. Me dieron 24 horas para hacerlo. Me fui a la librería de la señora Rocamora a comprar todo lo necesario para la construcción de las alas. Cartón doble faz, un pote de pega Ega, grapas, cinta plástica, cualquier cantidad de papel crepé amarillo pollito -¿cuál otro?- y la asesoría necesaria pues ni idea de cómo hacer el fulano disfraz. Afortunadamente lo mío era realizar las alas y pegarlas al traje con la condición que fuera ligeras, consistentes y cómodas, es decir que mi hermano ni las sintiera.


Manuel Arturo debutaba en los escenarios de su niñez como pollito de la gran producción de su prescolar y debía ser el pollito más pollito de todos los pollitos.



Llegué a casa con el perolero y con las directrices del señor Alfonso, esposo de la señora Rocamora. Luego de la cena me puse en la labor. María, la chica que por se entonces trabajaba en casa de mis padres fue nombrada, por mí, como mi asistente y obrera. Cortamos kilométricas tiras de papel crepé, de unos 20 centímetros para luego redondear unas de sus punta y al pegarlas, por capas, daría la sensación visual de plumas. Asistir a piñatas tiene su parte positiva.



Cortamos un cartón en forma de ala, como prueba. Bueno, casi tan grande como las alas del Ángel San Gabriel, en plena anunciación mariana, con la dificultad que al llenarla de engrudo y llenarla de “plumas” se convertía en una ala con forma de paréntesis por el peso de las plumas. Nada, trabajo perdido y era la una de la madrugada.



Luego de sudar litros de sangre con sus 9 cucharadas de hiel terminamos. Amaneció y la hora que debíamos levantar a la estrella, bañarlo y montarle el parapeto. Justo en ese momento mi madre me preguntó: “¿Y la máscara?”. “¡Qué mascara!”, “pues, la que debe llevar con el pico de pollito”. Bello momento.



En cualquier caso allí estaba nuestro feliz pollito, rozagante, amarillo hasta el alma y directo a ganarse todos los premios mundiales de interpretación, el pollito más pollito de todos los pollitos.



Nos fuimos al Club de unas de las industrias automovilísticas –sí, eso existía- en la zona industrial de mi estado. Allí nos encontramos con cualquier cantidad de caperucitas, mariposas, toros, carpinteros, albañiles, genios, hadas, pinochos y muchos, pero muchos, padres ultra orgullosos. Llevamos a nuestro pollito al backstage –toda estrella debe entrar por allí- y una maestra al ver a mi hermano dijo: “¡Qué patico más bello!”. Terror de los terrores. Mi hermano le regaló una de sus fotónicas miradas desde lo más profundo de sus pepas color tamarindo y le dijo, con su voz de barítono abismal y con todas sus letras, “Pollito” y con la misma actitud se echó en un rincón, con sus brazos, piernas cruzados y ni Hans Christian Andersen pudo sacarlo de ese rincón. De nada valieron ruegos de nuestra madre, súplicas, amenazas, sobornos, lloriqueo de maestras –la de mi hermano indignadísima con su colega dejó escapar: “Coño chama, es un pollito, no lo ves, un pollito”-, pero nada, nuestro pollito se quedó en su rincón, convertido en estatua de granito con su traje de pollito, como si el mundo se hubiera detenido.



Pues, el Show debe continuar y sin nuestro pollito.



Pero, al terminar el último aplauso y salir las tortas, gelatinas y helados, nuestro pollito salió de su encierro voluntario y dejó todo el club con un reguero de plumas amarillas de papel crepé. Jugó como loco, se montó en cuanto columpio encontró, rió hasta quedarse afónico, se emborrachó de tizana, dejó media ala en el parque infantil, su “mascareta” la olvidó quién sabe dónde y sudao se quedó dormido, con el maquillaje corrido, en el taxi rumbo a la casa y punto pelota.



El tango Matingua.



Un año después, y ya en primer grado, nos llegó la noticia que mi hermano volvía a ser parte del número para el acto cultural de fin de curso. Esta vez sería un negrito, pantalón tipo bermuda un poco más abajo de sus rodillas, franelita a rayas, muy parecida a la que llevaba, por aquel entonces, Gualberto Ibarreto, unas alpargatas, un sombrerito de cogollo. Nada complicado ni difícil de conseguir.



Ahora el problema era cómo hacíamos para cambiarle la piel a mi hermano. Él nació con un exquisito canela claro, un melocotón lleno de vello y debía salir negrito, con la bemba colorá “pero muy fino, con mucha ciricutancia.”



Llegamos al colegio Peñalver, en su sede de la calle Escalona en su unión con la calle Comercio de Valencia, y sus compañeritos de faena estaba con el maquillaje corrido, todos llenos de betún de zapatos -era otra época- y de seguro rifándose una severa intoxicación. Mi hermano llegó como un carbón y orgulloso de su estampa. Lo coloreé con corcho quemado, gracias Armanda, que daba un tono más natural, menos tóxico, más efectivo y así se presentó.



Yo pensaba, en realidad todos lo pensábamos, que él era parte de la comparsa, uno más para hacer relleno, un momento para llenar otra página de nuestras vidas y listo. Pero no, nos sorprendió a todos en su papel protagonista, todo el colegio se quedó en silencio embrujado por la energía que salía de ese niño desde el escenario, allí estaba él disfrutando su actuación, dobló perfecto, para sus 5 años. Bailó moviendo esas alpargatas como si en ello se le fuera la vida, actuó como nadie, recorrió todo el escenario metido en su papel, hizo suya todas las miradas. Aquel niño eclipsó a todos sus otros compañeritos convirtiéndolos en simples marionetas movidas por la magia que irradiaba. Su maestra “güerta loca” de contento, saltando como niña, a un lado del escenario y estrenando sonrisota. El carajito lo bordó y nuestra madre llorando, a mares, llena de emoción.



Los aplausos fueron de no creerse. Un recuerdo imborrable.



Los recuerdos. Los recuerdos son esas cosas maravillosas que nos ofrece la vida para regalarnos una sonrisa, para saber que nuestra vida no ha sido en vano y que está llena de momentos gratos, lindos, inolvidables.



Manuel Arturo, Arturo Manuel es uno de los vértices de mi particular triángulo de vida, mi santísima trinidad que conforman mis tres hermanos. Él es el más hermético de todos nosotros, fue llorón absoluto en su infancia y se quedó sin lágrimas de por vida. Él es una piedra sólida, telúrico total. Apto para regalarnos un discurso largo con simples frases o monosílabos, un compendio de oficios -desde músico, amante de los perros, y a lo que se le dé la gana-, misterio andante, capaz de hacer una pequeña siesta de 24 horas como si tal cosa, adorador total del Toddy con mucho hielo, el depósito de todos los secretos y los custodia como nadie, el tauro más tauro de todos los tauros. Adorable cuando le da la gana. Él que destrozaba mis pantalones, el de los más nobles sentimientos. El niño que sonríe tras la muralla de un hombre y abre el cielo con esa sonrisa. El epítome absoluto del síndrome Greta Garbo: “Frío y distante”. El volcán interno. El que nació un día martes, un 7 de mayo, de hace unos años. El que me dio la segunda oportunidad de ser hermano. Él que está. Feliz cumpleaños.

1 Comments:

Blogger Gustavo said...

Adorable pollo... jajaja

jueves, mayo 07, 2020 1:29:00 a. m.  

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