domingo, enero 19, 2020

La señora del cointreau con mucho hielo...


En algún momento, entre enero y febrero, de aquel terrible 1945, los últimos miembros de la familia Wypysczyk abandonaban lo que quedaba de sus vidas. De nada le sirvió, a su ciudad, tener una amplia red de fortificaciones conectadas por aquellos tres anillos concéntricos, que la rodeaban, diseñadas para soportar un amplio bombardeo con trampas antitanques, barricadas y minas terrestres. De nada sirvió la guarnición ni los restos de tropas de la Wehmacht -La fuerza de defensa alemana- que, provenían de todos los puntos de la Prusia Oriental, bajo el mando del general Otto Lasch, y estaban acantonadas al oeste de la ciudad. 

Ellos huían, con premura y desorden, del ejército soviético que borrachos de sangre y metralla hacían polvo su hermosa ciudad. 

Ya Königsberg -Monte del Rey- era un largo y bonito suspiro perdido entre tanto horror, era historia. Allí se quedó el patriarca de la familia y todo se volvió humo y olvido. Más nunca una sonrisa, más nunca ver su mirada. Más nunca ver sus calles, sus casas, su cielo. Atrás dejaban años de sonrisas, largas fiestas y atardeceres en las costas del Mar Báltico. Huían de noche y del miedo a los francotiradores que mordían la nuca con las más terribles pesadillas. Salieron con lo poco que podían llevar dentro de aquella inmensa cesta de mimbre camino a Gdańsk, soportando un frío inmenso por caminos desconocidos a pie, como sombras borrachas, saliendo de aquella locura de asesinatos, violaciones, saqueos, confiscación y deportaciones masivas contra la población civil alemana. Eran sólo cuatro sobrevivientes de aquella guerra, los últimos trozos de una familia más en el tablero de la vida.

Tampoco Gdańsk fue amable, ninguna ciudad lo es con los vencidos que escapan de sus propias vidas. El puerto era una posibilidad, una lotería para una nueva vida, pero no eran los únicos que ofrecían todo por una oportunidad, por un boleto entre los barcos que salían de aquel puerto. Marianne Martha Hildegard fue una victima más de aquel arrogante militar. Él le pidió que se acostara con él, si quería obtener aquellos codiciados cuatro puestos de un barco que saliera a cualquier parte. Ya ella, y los suyos, había perdido todo, qué más da perder algo más, qué importaba dejar algo, de ella, en aquel mar de sábanas asquerosas, oscuridad y beberse las lágrimas.

Y salieron en un barco de nombre ya olvidado, rumbo al puerto de Aarhus en Dinamarca. Tampoco llegar a ese país era amable con los alemanes y, al terminar la guerra, unos meses después, los repatriaban bajo una lluvia de despedida. Una lluvia de hiel que los daneses les dejaban en sus ropas, en sus caras, en la poca dignidad que aún tenían. Una gruesa lluvia de escupitajos que salía de las bocas de tan amables personas para los alemanes que, forzosamente, fueron invitados a dejar ese país.

Regresar a Alemania tampoco fue fácil, no podían volver a Königsberg. Prusia Oriental fue dividida en dos partes. La meridional se adjudicó a Polonia, mientras que la septentrional fue anexada por la Unión Soviética, y Königsberg, que fue rebautizada como Kaliningrad, en homenaje a Mijaíl Ivánovich Kalinin, uno de los fundadores de la URSS.

Ninguno de los miembros de lo que quedaba, de la familia Wypysczyk, volvió a recorrer las calles de su ciudad, nunca más. Fueron obligados, como todos los alemanes desplazados, a reinventarse otra vida, en otra parte y jugar a tener algún pasado. Eva, la mayor, se fue a la zona soviética, de ella se contaron muchas historias y luego, en 1974, fue encontrada muerta, en Frankfurt, en una de las orillas del río Main. Los otros tres componentes, de aquella familia, fueron ubicados en la región de Saarprotektorat, es decir, en la zona de ocupación francesa, en la ciudad de Bad Säckingen, a las orillas del río Rin, en la frontera meridional de Alemania con Suiza.

Tiempo después Marianne Martha Hildegard, en una fiesta de verano, entre salchichas y ensaladas de papa, conoció a un payaso suizo de nombre Augustinus, Gusti para los amigos, y tonteando se casaron. Luego se fueron a vivir a Frick, en el cantón de Aargau de la vecina Suiza, para llenar de una locura a sus vecinos. “Llegaron los modernos”, era el nombre que corría por medio poblado cada vez que veían a Gusti, su esposa y sus dos hijos varones.
 
El hijo mayor de Marianne y Gusti, a sus 17 años, y que iba a tomar, como aprendizaje, el mundo de los trenes, fue invitado, por su prima, la hija del tío Dieter Wypysczyk, a un paseo y, por casualidad, a ver el aeropuerto de Zürich. Allí le cambió el mundo, tomó, como su futura profesión, el transporte aéreo y por esa tonta decisión, terminó trabajando en Paris, unos años después, en la oficina de Swissair frente a la sede de Viasa, línea bandera de un exótico país llamado Venezuela y la vida vuelve a jugar a los dados.

Es increíble cómo las decisiones de otras personas inciden en nuestra vida, si ellos no hubieran tomado aquel barco, si no se hubieran conocido en esa fiesta, si hubieran decidido por el mundo de los trenes seguramente mi vida sería otra y ustedes no estarían leyendo éste trozo de historia. 

Hoy hace 21 años que salí de Venezuela a vivir a Suiza, hoy, hace 21 años, coloqué mi mundo en una maleta de 23 kilos y me metí en las tripas de un vuelo Caracas Amsterdam de KLM. En Amsterdam me esperaba un par de ojos azules, completamente nervioso, y una rosa, color sangre, entre sus manos. Era aquel hijo mayor de Marianne y Gusti que me invitaba a jugar a construir una vida, un salto mortal sin red, jugar a construirnos, soñar en evolucionar, a vivir en un ático nanométrico con su versión del cuarto de Anne Frank y su guardilla de Heidi. Allí estábamos, pestos a crecer juntos sin mapa ni brújula y aquí, en Ginebra, unos años después, seguimos con la misma ilusión.

Hoy escribo y le dedico éstas líneas a Marianne Martha Hildegard Wypysczyk. La última vez que la vi estaba en su cocina en Frick. En una mano, su cointreau con mucho hielo, y en la otra su siempre eterno cigarrillo. No hubo palabras, sólo fue perderme en sus ojos azules y escuchar su sonrisa. Así la recuerdo y ahora me mira, vestida de novia, con su ramo de claveles, junto a Gusti, en mi casa de Ginebra.   

Por cierto, aquella enorme cesta de mimbre, que salió en 1945 desde Königsberg, en aquel horroroso 1945, aún existe, y está en Venezuela. En un apartamento frente al mar. Mi sueño es volverla a ver, tocarla, como quien toca una reliquia, para agradecerle y escribir, reescribir, lo que aún falta de ésta historia.

 

 

2 Comments:

Blogger Unknown said...

Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

sábado, febrero 29, 2020 3:11:00 p. m.  
Blogger el pasmao said...

Mágicamente, el cómo dispones palabras, las unas tras las otras con tal acierto y mesura que elevan el espíritu hasta ‘el infinito y más allá’ como decía el astronauta Buzz Lightyear...

martes, enero 19, 2021 7:26:00 p. m.  

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