La señora del cointreau con mucho hielo...
En algún momento, entre enero y febrero, de aquel
terrible 1945, los últimos miembros de la familia Wypysczyk abandonaban lo que
quedaba de sus vidas. De nada le sirvió, a su ciudad, tener una amplia red de
fortificaciones conectadas por aquellos tres anillos concéntricos, que la
rodeaban, diseñadas para soportar un amplio bombardeo con trampas antitanques,
barricadas y minas terrestres. De nada sirvió la guarnición ni los restos de
tropas de la Wehmacht -La fuerza de defensa alemana- que, provenían de todos los
puntos de la Prusia Oriental, bajo el mando del general Otto Lasch, y estaban
acantonadas al oeste de la ciudad.
Ellos huían, con premura y desorden, del
ejército soviético que borrachos de sangre y metralla hacían polvo su hermosa
ciudad.
Por cierto, aquella enorme cesta de mimbre, que salió en 1945 desde Königsberg, en aquel horroroso 1945, aún existe, y está en Venezuela. En un apartamento frente al mar. Mi sueño es volverla a ver, tocarla, como quien toca una reliquia, para agradecerle y escribir, reescribir, lo que aún falta de ésta historia.
Ya Königsberg -Monte del Rey- era un largo y bonito suspiro perdido entre tanto horror, era historia. Allí
se quedó el patriarca de la familia y todo se volvió humo y olvido. Más nunca una sonrisa,
más nunca ver su mirada. Más nunca ver sus calles, sus casas, su cielo. Atrás
dejaban años de sonrisas, largas fiestas y atardeceres en las costas del Mar
Báltico. Huían de noche y del miedo a los francotiradores que mordían la nuca
con las más terribles pesadillas. Salieron con lo poco que podían llevar dentro
de aquella inmensa cesta de mimbre camino a Gdańsk, soportando un frío inmenso por
caminos desconocidos a pie, como sombras borrachas, saliendo de aquella locura
de asesinatos, violaciones, saqueos, confiscación y deportaciones masivas
contra la población civil alemana. Eran sólo cuatro sobrevivientes de aquella guerra, los últimos trozos de una familia más en el tablero de la vida.
Tampoco Gdańsk fue amable, ninguna ciudad lo es
con los vencidos que escapan de sus propias vidas. El puerto era una
posibilidad, una lotería para una nueva vida, pero no eran los únicos que
ofrecían todo por una oportunidad, por un boleto entre los barcos que salían de
aquel puerto. Marianne Martha Hildegard fue una victima más de aquel arrogante
militar. Él le pidió que se acostara con él, si quería obtener aquellos
codiciados cuatro puestos de un barco que saliera a cualquier parte. Ya ella, y los
suyos, había perdido todo, qué más da perder algo más, qué importaba dejar
algo, de ella, en aquel mar de sábanas asquerosas, oscuridad y beberse las lágrimas.
Y salieron en un barco de nombre ya olvidado, rumbo al puerto de Aarhus en Dinamarca. Tampoco llegar a ese país era amable
con los alemanes y, al terminar la guerra, unos meses después, los repatriaban
bajo una lluvia de despedida. Una lluvia de hiel que los daneses les
dejaban en sus ropas, en sus caras, en la poca dignidad que aún tenían. Una gruesa lluvia de escupitajos que
salía de las bocas de tan amables personas para los alemanes que, forzosamente, fueron invitados a dejar ese país.
Regresar a Alemania tampoco fue fácil, no podían
volver a Königsberg. Prusia Oriental fue dividida en dos partes. La meridional
se adjudicó a Polonia, mientras que la septentrional fue anexada por la Unión
Soviética, y Königsberg, que fue rebautizada como Kaliningrad, en homenaje a Mijaíl
Ivánovich Kalinin, uno de los fundadores de la URSS.
Ninguno de los miembros de lo que quedaba, de la familia Wypysczyk, volvió a recorrer las calles de su ciudad, nunca más. Fueron obligados, como todos los
alemanes desplazados, a reinventarse otra vida, en otra parte y jugar a tener algún pasado. Eva, la mayor, se fue a la zona soviética, de ella
se contaron muchas historias y luego, en 1974, fue encontrada muerta, en
Frankfurt, en una de las orillas del río Main. Los otros tres componentes, de aquella familia, fueron ubicados en la región de Saarprotektorat,
es decir, en la zona de ocupación francesa, en la ciudad de Bad Säckingen, a
las orillas del río Rin, en la frontera meridional de Alemania con Suiza.
Tiempo después Marianne Martha Hildegard, en una
fiesta de verano, entre salchichas y ensaladas de papa, conoció a un payaso
suizo de nombre Augustinus, Gusti para los amigos, y tonteando se casaron.
Luego se fueron a vivir a Frick, en el cantón de Aargau de la vecina Suiza, para llenar de
una locura a sus vecinos. “Llegaron los modernos”, era el nombre que corría por
medio poblado cada vez que veían a Gusti, su esposa y sus dos hijos varones.
El hijo mayor de Marianne y Gusti, a sus 17 años, y que iba a tomar, como aprendizaje, el mundo de los trenes, fue invitado, por su prima, la hija del tío Dieter Wypysczyk, a un paseo y, por casualidad, a ver el
aeropuerto de Zürich. Allí le cambió el mundo, tomó, como su futura profesión, el transporte aéreo y por esa tonta decisión, terminó
trabajando en Paris, unos años después, en la oficina de Swissair frente a la sede de Viasa,
línea bandera de un exótico país llamado Venezuela y la vida vuelve a jugar a
los dados.
Es increíble cómo las decisiones de otras
personas inciden en nuestra vida, si ellos no hubieran tomado aquel barco, si no
se hubieran conocido en esa fiesta, si hubieran decidido por el mundo de los
trenes seguramente mi vida sería otra y ustedes no estarían leyendo éste trozo
de historia.
Hoy hace 21 años que salí de Venezuela a vivir a Suiza, hoy, hace
21 años, coloqué mi mundo en una maleta de 23 kilos y me metí en las tripas de
un vuelo Caracas Amsterdam de KLM. En Amsterdam me esperaba un par de ojos
azules, completamente nervioso, y una rosa, color sangre, entre sus manos. Era aquel hijo mayor de Marianne y Gusti que me invitaba a jugar a construir una vida,
un salto mortal sin red, jugar a construirnos, soñar en evolucionar, a vivir en
un ático nanométrico con su versión del cuarto de Anne Frank y su guardilla de
Heidi. Allí estábamos, pestos a crecer juntos sin mapa ni brújula y aquí, en Ginebra, unos años después, seguimos con la misma ilusión.
Hoy escribo y le dedico éstas líneas a Marianne
Martha Hildegard Wypysczyk. La última vez que la vi estaba en su cocina en Frick. En una
mano, su cointreau con mucho hielo, y en la otra su siempre eterno cigarrillo. No
hubo palabras, sólo fue perderme en sus ojos azules y escuchar su
sonrisa. Así la recuerdo y ahora me mira, vestida de novia, con su ramo de claveles, junto a Gusti, en mi casa de Ginebra.
Por cierto, aquella enorme cesta de mimbre, que salió en 1945 desde Königsberg, en aquel horroroso 1945, aún existe, y está en Venezuela. En un apartamento frente al mar. Mi sueño es volverla a ver, tocarla, como quien toca una reliquia, para agradecerle y escribir, reescribir, lo que aún falta de ésta historia.
1 Comments:
Mágicamente, el cómo dispones palabras, las unas tras las otras con tal acierto y mesura que elevan el espíritu hasta ‘el infinito y más allá’ como decía el astronauta Buzz Lightyear...
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