miércoles, enero 05, 2011

Sobre las despedidas



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“El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos están juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo.
La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo ya.
La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno. Y hacerlo durar, y darle espacio.”
 
He conocido a gente maravillosa…, gente que te enseña su mundo y que, sin saberlo, influye, en nuestro camino, al enriquecernos, con sus personales miles de matices. A veces son ellos los que nos abren camino, nos dan la brújula, nos obligan a seguir una senda a la cual no queremos, no deseamos, ir. Y, también, a veces, nos damos cuenta que era EL camino. De vez en cuando, sucede, descubrimos que no era el sendero deseado y rectificamos para tomar nuestro propio rumbo. Supongo que ello es madurar. Y, lo he descubierto, es lindo encontrarse, tiempo después, con esas personas, y saber, que a pesar de no compartir formas de pensar, nos admiramos. Somos -nos convertimos- viejos guerreros que al mirarse a los ojos, sin pronunciar palabra, se dicen: “Qué me vas a contar que ya yo no sepa” o, simplemente se regalan una cómplice sonrisa, se saludan y vuelven a perderse para siempre jamás.
Desde hace un tiempo, me estoy preparando para las despedidas. Ya estoy aprendiendo que hay personas, con el pésimo gusto, en irse antes que nosotros. A ello debo acostumbrarme. Digamos que es una estúpida ley de vida. Un absurda ley de vida…
Y de repente…, recuerdo, vuelvo, vivo…
Es, mirarme al espejo, verme y recordarme con pocos años. Casi un niño y estar comiendo, goloso, un gran golfeado con un gran tozo de “queso de mano”. Es perderme frente a un gran filete de pescado entre una orgia de tomate, aguacate, palmito, pepino y no saber por dónde comenzar. Es verme montado en un caballo zaino, con el corazón vuelto pájaro inquieto en el costillar de mi pecho, y creerme el “Llanero solitario”. Es saber que “La Novicia Rebelde” existe en la voz de Julia Elizabeth Wells -Julie Andrews para los mortales-. Es colarme, por las piernas de mi abuela, para ver en el autocine a La Naranja Mecánica -sí, la mismita de Stanley, cuando aún yo no tenía ni 9 años-. Es tomarme, mi primera cerveza, pues el calor me hacía plomo entre el barro rojo y la flora insultante llena de araguatos.
La vida ha sido generosa conmigo. Se vuelve, cuando menos lo espero, en una gran ola y me golpea contra las rocas, otras veces me eleva hasta hacerme tocar las estrellas y ver la túnica de los dioses. Supongo que en ello no soy nada original -en qué podemos ser originales- y miro, de repente a mi pasado y respiro profundo.
Tuve un tío con bigote, sentadito en un rincón llenando, como poseso, sus siempre eternos crucigramas. Un tío con su forma particular de caminar, que te mandaba a “pelar gajos”, un tío que colocó a mi hermano el maravilloso apodo de “Rata pelúa”. Tuve un tío de bigote que devoraba todo los libros lo que llegaba a su mano. Un tío con bigote y sombrero. Un tío que intentó domar a mi arisca tía, esa que cambia los ojos según su estado de ánimo. Un tío que miraba profundo, de poco hablar pero cómo hablaba. Tuve un tío de bigote y sombrero que tenía una sonrisa cómica y un carácter de trueno. Es un “Tome 100 dollares para que se tome una cerveza, allá en Suiza, a mi nombre". Tuve un tío con bigote y sombrero…, jugador de dominó. Magallanero a muerte.
He conocido a gente maravillosa…
Tuve un tío con sombrero y las palabras se me pierden…, dicen que uno nace con las lágrimas contadas, dicen que uno nace con los silencios completos, dicen que la vida es un perfume que se pierde entre nuestras manos, dicen que es una sonrisa que llega barnizando nuestro horizonte…
Comencé este torpe escrito con un trozo de “Las Ciudades invisibles” de Italo Calvino. Termino con otro de él, uno de los más hermosos finales que he leído en novela alguna. Es el párrafo final de su “El barón rampante”.
 
“…era un bordado hecho sobre la nada que se asemeja a este hilo de tinta tal como lo he dejado correr por páginas y páginas, atestado de tachaduras, de remisiones, de borrones nerviosos, de manchas, de lagunas, que a ratos se desgrana en gruesas uvas claras, a ratos se espesa en signos minúsculos como semillas puntiformes, ora se retuerce sobre sí mismo, ora se bifurca, ora enlaza grumos de frases con contornos de hojas o de nubes, y luego se atasca, y luego vuelve a enroscarse, y corre y corre y se devana y envuelve un último racimo insensato de palabras, ideas, sueños, y se acaba.”

A Juan Calero Darias. In Memoriam.