A quién corresponda: “No hay espejo que mejor refleje la imagen del hombre que sus palabras.”
Juan Luis Vives
Desde la Ópera. (Serie de 3, segunda entrega)
La Ópera. No es fácil, no es nada sencillo, escribir sobre tamaño tema en pocas palabras, en pocas líneas. La Ópera, menudo problema. Cerremos los ojos e imaginemos un escenario vacío, un rayo de luz cae sobre él dibujando, retratando a alguien. Un ser que canta, que canta como muy pocos seres pueden cantar. También a un lado se desdibuja, por lo menos, un instrumento para acompañarlo, generalmente un piano y a su ejecutante.
Él o Ella canta. Un Aria crece entre esa voz y nosotros, nos subyuga, nos estremece, nos hace reír, nos hace llegar hasta las lágrimas. Pero eso es sólo el principio, La Ópera necesita una orquesta, vestuario, escenografía, efectos especiales de luz, sastres, peluqueros, maquilladores, zapateros, un director de escena, un director musical, otras tantas cosas y, sobre todo, los cantantes
“Un hombre desnudo que cruza el espacio y otro mira” definía Peter Brook al teatro, esa definición se le queda corta a La Ópera. La Ópera nació grandilocuente, nació híbrida para crearse y recrearse constantemente, La Ópera es complicada, extravagante, absurda y burguesa. Fue hija de los nobles, de los burgueses, de los ricos y de los nuevos ricos.
La Ópera es grandilocuente, sólo es necesario mirar los grandes teatros, enormes cofres de orfebrería exquisitas que la resguardan como joyeros inmensos. La Fenice, La Scala, Ópera de Roma, Covent Garden, El Metropolitan, El Colón, El Real, l'Opéra Bastille, El Liceo, La Sydney Opera House, Opernhaus Zürich…
La Ópera es híbrida, es el arte total, él más complejo y la unión armónica de todas las ciencias. Acústica, matemática pura, arquitectura, física, química, la astronomía -son tantos los astros y estrellas de diversos pesos-, la mecánica cuántica –si todo es desplazamiento ondulatorio, mi amigo Planck me daría la razón-, biología y un abultado etcétera. Todo. Todo está allí para hacernos un instante inolvidable, un instante memorable mientras vemos a ese ser, a esos seres llamados cantantes, que como médiums, nos traen, o nos llevan, a otros lugares, a otras circunstancias, a otras vidas.
A La Ópera vamos a llorar, a reír. Necesitamos despegar del suelo, y lo hacemos gracias a esa mezcla de música y poesía que nos proporciona emoción.
Es en ellos, en esos seres, los cantantes, donde La Opera encuentra esa fuerza que la hace indestructible desde hace más de 400 años. Artistas que salen al escenario sin red, con el principal activo de su voz y el único propósito de trasformar el aire en puro líquido lagrimal. Ellos se exponen, quienes dan la medida del riesgo, quienes hacen que la ópera sobreviva por los siglos de los siglos, amén. Ellos han fundado y representado estilos, resurgir cerdas, han resucitado roles y maneras de entender el canto.
Vamos a la historia, cosa nada fácil y terriblemente pretenciosa de mi parte, es como resumir la historia en un par de paginas. Pero soy osado y allí me lanzo:
La Ópera nació italiana y tuvo su siglo, y fue el XVIII, el reinado de los castrati. Ellos fueron las estrellas primarias de un arte que luego iba a evolucionar hacia soluciones más humanas, sin necesidad de salvajadas quirúrgicas previas. A ellos se le debe la expansión de la ópera por toda Europa, se convirtieron en los primeros divos de un arte floreciente que necesitaba ídolos.
Era los tiempos de Farinelli, sus duelos con las trompetas hacían gritar de júbilo media Bolonia, de Cafarelli y de sus desmanes en Roma, de Senesino, el favorito de Haendel. Ellos marcaban los gustos de Venecia, Nápoles, Viena, Londres de la época.
Alessandro Scarlatti, Antonio Caldara, Georg Friedrich Haendel y sus respectivas Óperas sólo interpretadas por hombres…, ya saben, la Iglesia Católica y Apostólica –y todos los ólicas posibles-ataca de nuevo. Perdón…, para mayor gloria de Dios.
Después llegaron Gluck, Haydn y, sobretodo, Mozart. Nace la ópera alemana y los cantantes pasaron a segundo plano. Aparece el compositor, eclipsando con su figura desatando la locura en Hamburg, Viena, Salzburgo, Praga, reinando en lo quedaba del siglo XVIII.
Llega el XIX. Su majestad lleva el nombre de Gioacchino Rossini. Con él La Ópera se convierte en algo parecido a la gula y la lujuria, no importa en qué orden. Con Rossini no queda más remedio que cantar bien, con expresividad, gracia y sentimiento. Basta un ejemplo: El sádico de Pesaro escribió “Cessa di pui resistere” para El Barbero de Sevilla, todo un riesgo para la cuerda del tenor. Nadie la cantaba, desde hacer décadas, sobre un escenario, hasta que llegó, gracias a los dioses, un maravilloso Juan Diego Flórez. La vida es justa y la mecánica celeste existe.
Otra cosa es Donizetti o Bellini, es la mezcla de arte y virtuosismo. Su vocalismo suave, expresivo y a menudo espectacular. El belcanto en estado puro.
Aparece Verdi, con una forma completamente distinta de entender el canto y el espectáculo. Los barítonos recuperan la fuerza y el protagonismo que una vez les dio Mozart y que el belcantismo había traspasado a un segundo plano. Si bien propone y proporciona campos de expresión, un Macbeth, hasta festivo, también crea una Violeta Valery, rol fetiche para cualquier soprano, con sus matices más dramáticos. Con Verdi aparece la psicología compleja de personajes trastornados y la intención profunda en los argumentos. Con él nace la ópera política y nacionalista. Cosa que es retomada por los rusos Glinka, Borodín, Rimski-Kórsakov y la obra maestra del género, Borís Godunov de Músorgski
En la misma época de Verdi, surge un Richard Wagner y su concepto de obra de arte total. Verdi y Wagner utilizaron su arte como arma de expansión cultural, incubada junto a una nación. Italia y Alemania. Los dos supusieron la culminación del compositor como figura estelar de todo el siglo XIX.
El final del siglo XIX y comienzos del XX, la cosa se complica. La Opereta, la Zarzuela, el Musical… y yo no terminaría nunca.
Dicen los entendidos que el siglo XIX fue el de los compositores, el XX de los cantantes y el siglo XXI será de los directores de escena. Yo diría que el siglo XX fue también de los grandes directores, Herbert von Karajan, Georg Solti, Claudio Abbado, Nikolaus Harnoncourt, Sir Colin Davis, Seiji Ozawa, Daniel Barenboim, Riccardo Muti entre otros. Arturo Toscanini, director nada complaciente, clasificaba las inteligencias menos agraciadas en tres grados: “Tonto, muy tonto y tenor”…, sobran los comentarios.
Mención aparte merecen los Directores de Escena: Calixto Bieito, Peter Brook, Roberto De Simona, Giancarlo del Monaco, Eduardo Diago, Achim Freyer, Denis Krief, John Pascoe, Luchino Visconti, Carlos Wagner, Petr Weigl, Robert Wilson, Jonathan Millar, Francesca Zambello, Michal Znaniecki y me quedo corto.
Una amiga, Migdalia, me comentó: “Yo tendría unos ocho años cuando escuché la Habanera de Carmen y no sé por qué, pero esa voz me cambió la vida.”
Y de quién era esa voz?
Si algo tenía asegurado en vida Maria Anna Cecilia Sophia Kalogeropoulos, para los íntimos María Callas o sencillamente “La Callas”, después de haber sufrido todas las calamidades y de fracasar en las aspiración de cualquier ser humano, ser feliz, era su carácter de leyenda. Nació en New York, en 1923. En los tempranos cuarenta, sufrió la humillación al ser rechazada y no poder interpretar el rol de Cio-Cio-San por gorda. Pesaba unos 100 kilos. Entonces, guaramo tenía la doñita, en un año adelgazó 37 kilos para cantar La Vestale de Gaspare Spontini, en Milán, y como director de escena a Visconti. Murió sola, en Paris, a los 53 años, después de sufrir la perdida de un hijo, el abandono de Onassis. Toda una campana de Gauss fue su vida. Una vida que valdría el libreto de una buena opera
Anécdotas en La Ópera, miles, miles de miles. Para muestra, preguntenselo al tenor Roberto Alagna, que no soportó los gritos del publico, dejando a la mezzosoprano Ildiko Komlosi “Povera donna, sola, abbandonata in questo, populoso deserto”, en pleno segundo acto, en la italianísima versión de Aída, en La Scala, con un discretísimo Franco Zeffirelli como director de escena en diciembre del 2006
Mis Óperas: La Bohème –te acuerdas Emperatriz?-, La Cenerentola -con la sonrisa del gato de Cheshire a mi lado-, Rigoletto, Don Giovanni, Las Bodas de Fígaro, La Traviata, Carmen, Boris Godunov, El elixir de amor, El Barbero de Sevilla -terrible Madrid-, Lucia de Lammermoor, Turandot, El Caballero de la Rosa, Diálogo de Carmelitas, Aída, Madame Butterfly, Norma, Tosca, La Flauta Mágica,…
El tiempo cambia, ahora ya no es necesario ir al teatro, a la ópera a disfrutar de ese raro sortilegio. El video, los CD y hasta internet nos trae a nuestra sala toda la magnificencia de lo hermoso…, pero yo prefiero verlos allí, frente a mí, bañados por esa luz.
Cuando el oboe rompe el aire con su la natural y la orquesta afina, sé que va a comenzar un rito que me lleva, como en sueños, al estreno de L’Orfeo de Monteverdi, allá en la Mantua de 1607, y vienen a mí mis fantasmas. Sus nombres, entre otros tantos otros: Tito Gobbi, Cesare Siepi, Luigi Alva, Juan Diego Flórez -que canta, insisto, como un Dios-, Anna Kasyan, Joan Sutherland -memorable sus fa sobreagudo como la Reina de la Noche en La Flauta Mágica-, Beverly Sills, Edita Gruberova -cantando una sublime Lucia, desde hace veinte años, con todos los dos mi bemoles sobreagudos, y la canta cada vez mejor-, Mariella Devia, Montserrat Caballe –la única Madame Butterfly que se ha casado con su Pinkerton-, Renata Tebaldi, Cecilia Bartoli, José Carreras, Nicolai Gedda, mi amada Natalie Dessay -una personalidad compleja dibujada como el desorden aparente de un cuadro impresionista-, Sumi Jo, Renata Scotto, José Cura, el bajo bajísimo Boris Christoff –nadie como su Boris Godunov- y las superamigas inseparables…, Maria Callas y Renata Tebaldi…
Estoy también claro, a veces La Ópera es un ladrillo. Por ejemplo, soportar todas las horas de la tetralogía wagneriana y luego, lo entendería completamente, el suicidio. Pero, también eso tiene su encanto.
Todo lo mejor para Ustedes.
PS: Para aquellos que esperaban de “Desde la ópera” un post lagrimoso, lo siento. Ya en el mundo existen suficientes melodramas baratos, que con un poquito de música y buenos cantantes obraría el milagro.
Nota: Próximo post. “Aquella música lejana…”