lunes, octubre 29, 2007

Amigos, estoy en dique seco. Las musas se diluyen entre los pasillos del aeropuerto.

Sí, ya sé…, prometí mi particular sincericidio patrio. No lo he olvidado. Allí están, sin redactarse, dando vueltas entre mis neuronas, volviéndolas a punto de manicomio -más…, si cabe y es posible- y yo sin lexotanil de 6mg o varios diazepan de 10mg. La justicia no existe y Suiza no es el paraíso. Mis sentidos están embotados, en perpetuo agobio, por tanta información. Son versos sueltos, asonantes, párrafos sin sentido, inconexos, en busca, vanamente, de algún tiempo, para ordenarlos mediocremente y presentarlos lo más aceptablemente posible.

Estoy perdido entre tantas fotos, videos, artículos, recortes de periódicos, e-mails, archivos sonoros. Tantos que me hace sentirme en plena recta final de la presentación de un informe para alguna cátedra en la Universidad. Vainas de obseso, complejo de “yo puedo hacerlo” y manía perfeccionista. Al final es un absurdo autoengaño, vulgar y silvestre…, tengo siglos en ello, pero esa es otra historia.

A lo que iba.

Entre lo encontrado, escuchado, visto y leído, me he topado con varias perlas. Entre ellas este maravilloso artículo, escrito, nada más y nada menos, por Aquiles Nazoa. Sirva de abre boca, y para mi enorme ego, como prologo para los que pretendo publicar. Y que Dios, Allāh, Buddha, Brahmā, Vishnú, Shiva, y todos los demás –Santos, Ángeles y Arcángeles todos incluidos-, sean benevolentes con este simple mortal.

Disfruten el artículo y el archivo musical.

Y todo lo mejor para Ustedes.

Los años 20 en el París de un piso

cabre 2

Aquiles Nazoa

Entre esos años finales de la primera Guerra Europea y el vuelo de Lindbergh sobre el Atlántico en 1927, nuestra Caracas es como una pequeña caja de resonancias a la que llegan con cierto retardo, pero con el encanto de una música nueva, las vibraciones de un mundo que adquiría una expresión remozada, bajo la acción rejuvenecedora de las primeras hojillas Gillette. Fue muy lento el proceso de acomodación de la ciudad a los nuevos modos de vivir que le imponía su creciente invasión por las innovaciones estéticas y tecnológicas del siglo XX. Aunque los automóviles habían venido adueñándose de sus calles desde 1907, ya en 1912 los caraqueños habían visto aterrizar en el Hipódromo de El Paraíso el aeroplano de Boland, no parecía Caracas muy presurosa por incorporarse al ritmo acelerado en que se anunciaban los nuevos tiempos. Todavía en 1922 muchas señoritas caraqueñas calzaban botines adornados con lazos, y realzado su aire de inocencia por la cinta azul pálido que les ceñía la cabeza, recogida la cabellera en peinado de piñata que se socorría con abundancia de horquillas, vestían aún las angélicas batas de la moda “princesa”, popularizada desde el 1900 por las bellezas arquetípicas de las tarjetas postales. Y en pleno 1927, cuando culminaba en su momento más frenético el gran estremecimiento mundial de los “años locos” se continuaban viendo en Caracas caballeros que asistían a las retretas de la Plaza Bolívar con pimpante bombín y ribeteados paltó-levitas, como en los buenos tiempos de doctor Rojas Paúl. La afición al cinematógrafo, que despertaba en aquellos tiempos, estimulada por la aparición de grandes estrellas como Chaplin, Mary Pickford, Douglas Fairbanks, John Gilbert o Rodolfo Valentino, no había logrado desplazar el viejo gusto de los caraqueños por las buenas temporadas de género chico en el Nacional, ni su caballeresca devoción por las coupletistas y tonadilleras españolas, que aún en plena efervescencia del charleston siguieron deleitándoles con sus anticuados repertorios de “Es mi Hombre” y el pasodoble “La Hija del Carcelero”. En 1922 se terminó la pavimentación de la carretera de La Guaira y se pusieron de moda las excursiones automovilísticas a Macuto; pero el espíritu de belle epoque dominante en la atmósfera de la ciudad, sobrevivía en la preferencia de los caraqueños parranderos por los coches de caballos para correr en las noches sus jubilosos truenos, o en el cuadro de las engalanadas familias que los domingos concurrían con sus niños a la retreta matinal de la Plaza Bolívar, para luego llevárselos en un ensoñado paseo de jardines en el tranvía de El Paraíso. Otros preferían el de El Valle que les ofrecía en el camino la emoción de un túnel, o la ruta de Sabana Grande para la que partía desde la estación Central la estampa absolutamente fantástica de un tranvía de dos pisos.


En sus gustos y en muchas de sus costumbres, estacionaria en su afrancesamiento de viejo estilo, Caracas seguía siendo el “París de un piso” con que la había comparado Eleroy Curtis en 1895. “La Glaciere” y “La India”, con sus salones para familias, adornados con grandes espejos franceses, eran como los templos de la chismografía social, donde los literatos pontificaban en torno a unos pumpás de cerveza que parecían columnas talladas en cristal de roca, y las damas fulgían como joyas antiguas en los lujosos colores de sus modas Tutankamen. Los deslumbrantes tesoros descubiertos en 1922 por Howard Carter al excavar en el valle del Nilo la tumba del romántico faraón niño, habían difundido por todo el mundo la magnificencia y decoratividad minuciosa de aquel estilo funerario de hacía tres mil años, dando lugar –en ese lustro confuso del 20 al 25- a una curiosa estética mezclada de art noveau y egiptología, que invadió desde las formas planas de los vestidos femeninos, hasta el linealismo estereométrico de los muebles y los frascos de perfume. De las lujosas jardinerías en piedras preciosas representadas en los pintapajantes y pectorales de Tutankamen, con sus hieráticos animales vaciados en alveólos de oro y polícromas pastas de vidrio, salieron los temas egipcios que decoraban las telas importadas por la Compañía Francesa en 1925 para las mujeres de Caracas. Y los colores eran –como los de las taraceadas policromías que adornaban el trono eclesiástico del faraón y sus cajas de ungüentos-, el oro rojo y el alabastro, el azul turquesa de los nemsets, el castaño y marfil de las taraceas, el ópalo misterioso de los escarabeos sagrados. Sinónimo de excelsitud del gusto, todo lo que después se significó por la sucia palabra “pepiado”, se traducía entonces para los caraqueños por la palabra Tutankamen.


En 1926 ya las mujeres de Caracas habían adoptado definitivamente la moda de la falda corta y el talle bajo, así como las medias de seda color carne, y las ceñidísimas zapatillas con tacón de cinturita que dejaban todo el pie a la vista. Cuando cruzaban las piernas podían vérseles con facilidad unas adornadísimas y rizadas ligas que se parecían vagamente a los dulces de pasta de la Panadería de Solís, y adoptando una actitud sofisticada que habían aprendido en las películas de Greta Garbo fumaban públicamente en unas finas boquillas, largas como batutas de marfil. Querían ser como el resumen de los distintos especímenes en que el cine definía la tipología de la mujer moderna: eran audaces y dinámicas como Perla White, enigmáticas y un poco sombrías como Pola Negri, simpáticas y traviesas como Mary Pickford, y le imitaban a Clara Bow su maquillaje de ojos encarbonados y boca en forma de corazón. De las manos afeminadas de los peluqueros para señoras del recién inaugurado Salón Dorsay en la esquina de Las Madrices, salían luciendo el audaz corte marimacho de pelo “a la garconne” que había tomado su nombre de la desacreditada novela de Víctor Margarite, y a la salida de las vespertinas elegantes en el Rívoli o en el Rialto, se iban a las tardes danzantes del Tea Room Avila, donde se desgonzaban bailando charleston y shimmy.


El sentido del trópico y del deporte que despertaban en esos años, se manifestaba en la preferencia de los hombres por el saco tachonado a la espalda, los zapatos de balatá y el sombrero de pajilla, todo ello armonizado con camisa rayada de cuello corto y corbata tejida y angosta al estilo “mecha de lámpara”, que se sujetaba con pisacorbata en forma de aeroplanito de raqueta de tenis. La tela masculina en boga era un paño liviano y picante cuyo nombre norteamericano de Palm Beach sincopó el habla de los caraqueños en la palabra pambiche. El peinado de los hombres –simplificación de la flor de parcha novecentista-, era de raya al medio, muy alisado con la gomina que se había puesto de moda, al estilo de Valentino en la película Cobra, responsable también de las patillas en corte de piquito que en aquellos años estuvieron igualmente en boga. Las noches en que a los empambichados novios les tocaba visitar a su prometida, le llevaban un paquete de pastas finas de la panadería de Las Gradillas o de Solís, o un cuarto de kilo de helado de los que despachaba La Francia en sus afamadas cajitas a domicilio. También se regalaban los voluminosos caramelos en palito llamados “bolas americanas”, y unos dulces de procedencia francesa conocidos como “carlotas rusas”, especie de variante comestible del Jabón de Reuter, hechos de una materia esponjosa, liviana y perfumada con textura de anime, que había que comer muy poco a poco para evitar la asfixia.


Aunque el medio favorito de transporte público siguió siendo por mucho tiempo el tranvía, ya desde 1924 habían empezado a aparecer en las calles de Caracas las primeras líneas de autobuses. A continuación de la línea para La Pastora, en 1926 se estableció la ruta de Antímano, servida por un enorme carromato de color pizarra, provisto en la parte de atrás de una plataforma en la que los pasajeros de pie viajaban como en un kiosko. A causa de su funerario aspecto fue popularmente bautizado como “La Pantera Negra”, nombre que sin el adjetivo se generalizó después para todos los autobuses ¡Ahí viene la Pantera! El elemento de competencia que empezaban a significar para los lentísimos tranvías, se expresaba en las provocativas cancioncitas con que los colectores del autobús invitaban a los pasajeros a subir en el vehículo, poniéndole siempre la música de “El manisero” : Señorita no se monte en morrocoy,/Palo Grande y 19 y ya me voy.


Contra la realidad cruel de una dictadura que sumada a su antecesora, la de Castro, ya llevaba casi 20 años en el poder, la ciudad había movilizado hacía ya tiempo esos pobres recursos de sobrevivencia espiritual que se llaman el ingenio, el humour, el esprit colectivo. En el centro mismo de la capital se pudrían en vida los presos del gomecismo o morían en el tormento; pero a pocas cuadras de aquel lugar de horrores, junto a los afamados sorbetes de La Francia o La India, las pláticas orbitaban entre el reciente estreno en el Teatro Princesa de la comiquísima película Fatty en el Garage, el concurso organizado por una revista social para elegir entre las elegantes choferesas de Caracas, a la próxima Reina del Volante. Los periódicos, domesticados por la dictadura, cultivaban cuidadosamente el ocio mental de sus lectores, y las largas tiradas de prosa trivial en que algún croniqueur europeo narraban por enésima vez los últimos momentos de Mata Hari, o cómo perdió la pierna la gran Sarah Bernhardt, alternaban con las noticias en que el Teatro Ayacucho anunciaba la suntuosa inauguración de sus vespertinas llamadas Flores del Avila, o con inocentes concursos en que se proponía adivinar para qué sirven los dos botones posteriores del paltó-levita, o con cartas abiertas como la que en 1922 publicaban varias señoritas en El Nuevo Diario: “Señor cronista de El Nuevo Diario. Presente. Nosotras, varias señoritas de esta culta capital, nos dirigimos a usted con el propósito de exigirle nos haga el favor por medio de su importante diario, de exigirle al maestro don Pedro Elías Gutiérrez repita en la retreta del próximo jueves el paso doble “Las Coristas” y el vals “Sanidad Nacional” que tanto han gustado en esta capital”.





Fragmento tomado del ensayo “La Caracas de los años 20” (Concejo Municipal de Caracas, 1977)
NOTA:
Tema musical: Dama Antañona de Francisco de Paula Aguirre, con el maravilloso arreglo de, quién más, Aldemaro Romero. Cuántas de nuestras madres y abuelas lo bailaron en su fiesta de Quince años?