Corría ya medio febrero del año 1990, aún vivía en Venezuela. En aquel tiempo, yo tenía la costumbre en ver, al mediodía, “Lo que pasa en el mundo”, en él un Nelson Bocaranda narraba las noticias con su poco ortodoxa forma de hacerlo. Lo cierto que ese día comentó y enseño el periódico El País y su revista dominical.
En la portada aparecía Maya Plisetskaya, una de las Santas de mi Santoral, y un amplio reportaje de las viejas glorias del Ballet mundial. No tuve dudas, decidí que esa revista debería ser mía y salí en busca de ella. El problema era el dónde encontrarla en mi Valencia Venezuela. Caminé media ciudad hasta dar con El Majay, allí di con dicho periódico y la revista.
El cielo me colmó de bendiciones. No solo leí el artículo que me hablaba de
De Antonio Gala se ha escrito mucho. A mí, particularmente, me gusta más oírle que leerle, como orador no tiene desperdicio. Verán, tengo la mala manía en torturar a todos mis amigos, que viene a visitarme, con un video sobre la presentación de “Trece noches”, un libro que transcribe una serie de entrevistas realizadas por Jesús Quintero a Antonio Gala para Canal Sur Televisión allá por 1991 y 1992.
Pues, en ese video, aparte de Jesús Quintero y Antonio Gala, son entrevistados, por Fernando Sánchez Dragó, en programa “Negro sobre blanco”. Ellos, tres maestros en eso de ejercitar el verbo, la ironía y la esgrima verbal. Debo estar loco o ser la reencarnación del Marques de Sade, pero mientras más veo ese video, más me gusta ya que adoro las tertulias, una nutritiva e inteligente charla, aquellas que pueden nacer después de un buen programa, de una película, de un concierto, de un..., de una…, interesante.
Ustedes se preguntarán: A qué viene todo esto? Pues, cada 14 de febrero suelo enviarles a mis amigos un artículo de Antonio Gala. Justo él que le leí, aquella primera vez, un 21 de febrero de 1990.
Hoy deseo y vuelvo a compartirlo, como el año pasado.
Todo lo mejor para Ustedes.
Día de los enamorados.
Decimos amor, y se nos llena la boca de mieles. O decimos amor y se nos llena de un amargo desdén.
Quizás malentendemos la palabra. El amor no es distinto de nosotros mismos; es una emanación nuestra, una urgente necesidad de descansar en algo o alguien. Vamos por una larga carretera y nos detenemos a pernoctar en un motel. En ocasiones pasaremos por él sólo una noche; en otras, continuaremos el camino acompañados. Pero la duración de la compañía no le transforma la esencia al sentimiento: ''Quizás hubiera descansado mejor sólo'', se dirá alguno. ''Quizás me equivoqué al elegir ese motel'', se dirá otro. Y, sin embargo, ya el descanso y la equivocación y el acompañamiento iban dentro de ellos. ¿Es cuestión de elegir, o sea, es cuestión de arriesgarse? No sé si elige el amor; pero en definitiva, lo que importa es el camino; cómo se haga es un asunto personal.
Lo que sí veo claro es que el amor más verdadero -verdaderos son todos, o ninguno, y espejismos son todos o ninguno- jamás consistirá en un foso que aísle; jamás será la reducción del universo al incomparable tamaño de unos ojos. Sería como usar unos prismáticos por el extremo inadecuado. El amor no empequeñece, amplía. Como las bolsas mágicas de los cuentos, no se consume por mucho que se saque de él. Hay que amar el mundo a través de quien se ama; hay que aspirar a mejorarlo porque quien se ama lo habita. El amor no es un tirachinas de goma que, si se estira, se dispara; es una forma de luz, en cuya sustancia está la irradiación.
Por eso me parece una risible antítesis hablar del día de los enamorados. Intentar reducir el mar a una jofaina de veinticuatro horas resulta sorprendente; como si se quisieran hacer juegos malabares con las estrellas de
Yo vengo de ese amor; no creo que vaya más a él. Por eso me permito hablar así. Sé que no se puede decir de esta agua no beberé; pero tampoco puede decirse de esta agua beberé. Yo, por lo pronto, ya he bebido. No sé si suficientemente; mi consuelo es que nadie bebe más agua que la necesaria para apagar su sed. De allí que antes dijera que el amor depende de nosotros: de nuestra capacidad de ingerir y empapar y filtrar el agua sus fuentes. No creo -repito- que vaya más hacia él: si me detengo en un motel de paso no será para descansar, sino para morir, si es que morir no es sólo descansar. Y, aunque se produjese el adorable y menudo prodigio, no habrá manos, ni ojos, ni alma, ni cuerpo que me absorban, que me consuman, que me aten. Puesto a beber, mi sed sería mayor, pienso que sería insaciable. Nadie va a convertirme en celebrante del día de los enamorados. No seré para nadie un guijarrillo sobado y amaestrado con el que ejercita la puntería, o al que distraídamente se le acaricia, o que se lanza para jugar al salto de rana sobre el mar, o se abandona a la intemperie para recogerlo al día siguiente, o se arroja a la cabeza de un contrario. Eso si que ya no.
Por supuesto, no me negaría en abordar con alguien un ilusionado proyecto común. Pero común de veras, en el que entraran todos, del que ninguno se escabullese. Porque la unión amorosa es una afirmación del otro en uno; no elimina ningún pronombre personal, al revés, los exalta: el tú y el yo y el nosotros y el vosotros, y la perfección de tal unión es que no excluya el ellos. Un proyecto amoroso, en esta breve noche -breve e interminable-, es un irreprimible impulso que no destiñe la individualidad de ser alguno, sino que la subraya; la de los dos emprendedores del impulso, desde luego, pero también la de los que cohabitan el mundo en torno a ellos. Sólo de tal amor puede afirmarse que sea el motor del universo. Pero temo que a esa idea, en el día de mediados de febrero que se dedica a los enamorados, no se le llame amor.
¿Será una coincidencia? Soñé anoche con quien, dentro de los tacaños márgenes habituales, más he amado. En el sueño, sus manos enmarcaban mi cara y no me permitían oír los rumores del mundo; sus abultados labios envolvían los míos y no me permitían expresarme; la ardiente proximidad de su rostro, tan bello, no me permitía ver más que él; toda mi piel era una mano abierta, que acariciaba y era acariciada; todo mi olfato no habría bastado para acoger el olor de su cuerpo de ávidos rincones: En el sueño no cruzamos palabras: viajábamos en silencio por los mutuos parajes conocidos: tersas laderas, florecientes colinas, sombríos valles... Anoche soñé con alguien que murió hace doce años. Y comprendí una vez más al despertar que aquel amor -inmortal- fue sólo un descansillo de la áspera escalera. Y que, después de él, seguí subiendo: más cansado de lo que llegué a él, pero seguí. Y seguiré subiendo mientras pueda, mientras quede escalera, haya o no descansillos. Hasta el final, donde es probable que se encuentre el amor, el verdaderamente verdadero, el que, a todo lo largo de la ardua escalera, no hicimos otra cosa que ensayar.
Publicado en la revista del Diario español EL PAÍS, el domingo 18 de febrero de 1990 / Número 671 Año XV. Segunda Época. pág. 78.